Nos preguntábamos hace ya algún tiempo si puede un homosexual ser sacerdote (pinche aquí para conocer algo más sobre el tema). Toca hoy preguntarse si puede serlo una mujer y eso es lo que vamos a hacer.

             A la hora de abordar la cuestión de la posibilidad de que la mujer pudiera acceder al sacerdocio, el primer argumento que siempre se utiliza es el de que Jesús no eligió a mujer alguna entre los apóstoles. La nómina de apóstoles la recogen los tres evangelistas sinópticos (Mt. 10, 1-4; Mc. 3, 1419; Lc. 6, 1316) y efectivamente, en ninguna de ellas aparece ningún componente que no sea un hombre, ni siquiera la socorrida María Magdalena, tan cercana a Jesús y que a tantas elucubraciones ha dado lugar por lo que se refiere precisamente a esa cercanía con Jesús (pinche aquí si desea conocer más sobre la relación que unió a Jesús y a la Magdalena).

             A ello se puede contra-argumentar que aunque Jesús eligiera sólo hombres entre los que se llaman apóstoles, tampoco los ungió propiamente sacerdotes, ni jamás utiliza la palabra para referirse a ellos, sino tan sólo “enviados”, que es y no otra cosa es lo que la palabra “apóstol” significa.

             La aparición de sacerdotes en la Iglesia –tema muy interesante al que algún día dedicaremos un huequito en esta columna- aún habrá de esperar un poco, y de hecho, y como se suele indicar a menudo, en el primer cristianismo hasta existe una cierta desconfianza hacia el sacerdocio, dado que sacerdotes judíos son los que llevan a su maestro y líder al cadalso, y no a cualquier cadalso, sino al de la cruz.

             Como quiera que sea, los pronunciamientos del protocristianismo sobre el sacerdocio exclusivamente masculino son muy tempranos. Se suele citar como el primero, aunque insisto, probablemente anterior al planteamiento cabal de la cuestión, el del mismísimo Pablo en su Epístola a los Corintios:

             “Como en todas la iglesias de los santos, las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la Ley lo dice” (1Co. 14, 33-34)

             Una afirmación difícil de entender en los tiempos que corren, y cuyo correcto análisis no puede ni debe excluir el estudio de un contexto histórico en el que fue pronunciada, uno de los vicios en el que con mayor frecuencia y facilidad incurren los malos historiadores que siempre han existido (tuvimos ocasión de pronunciarnos sobre el tema; pinche aquí si desea profundizar en el tema).

             Ya en pleno debate sobre el sacerdocio, pero en perfecta sintonía con lo expresado por Pablo, Tertuliano (m. h. 220) escribe:

             “Las mujeres […] no tienen derecho a predicar, bautizar, ofrecer el sacrificio, aspirar a un oficio masculino, y menos aún al servicio sacerdotal”.

             Cuando en el siglo IV en la secta de los coliridianos que profesaban un culto desmedido hacia la figura de la Virgen María el cual incluía una suerte de segunda eucaristía en su nombre, se ordenaron mujeres, San Epifanio reacciona vivamente realizando afirmaciones como ésta:

             “En una ceremonia ilícita y blasfema, ordenan mujeres y ofrecen por medio de ellas un sacrificio en nombre de María. Esto quiere decir que todo este asunto es blasfemo e impío, es una alteración del mensaje del Espíritu Santo; de hecho, es diabólico y la obra del espíritu impuro”.

             Más adelante ratifica:

             “En modo alguno puede una mujer desempeñar el oficio de un sacerdote”

            Los pronunciamientos en idéntica dirección se han producido en todas las épocas. Por citar sólo los más recientes, en el “Rescripto a la Carta del Arzobispo de Cantórbery” sobre el ministerio sacerdotal de las mujeres, de 30 noviembre 1975, Pablo VI afirma la posición de la Iglesia Católica:

             “No es admisible ordenar mujeres para el sacerdocio, por razones verdaderamente fundamentales. Tales razones comprenden: el ejemplo, consignado en las Sagradas Escrituras, de Cristo que escogió sus Apóstoles sólo entre varones; la práctica constante de la Iglesia, que ha imitado a Cristo, escogiendo sólo varones; y su viviente Magisterio, que coherentemente ha establecido que la exclusión de las mujeres del sacerdocio está en armonía con el plan de Dios para su Iglesia”.

             El Código de Derecho Canónico de 1983 enuncia el principio en virtud del cual “sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación” (art. 1024).

             En su carta apostólica “Ordinatio sacerdotalis” de 22 de mayo de 1994, Juan Pablo II confirma la doctrina tradicional:

             “A fin de que no subsista duda alguna sobre una cuestión de gran importancia que concierne a la mismísima constitución divina de la Iglesia, declaro, en función de mi misión de confirmar a mis hermanos, que la Iglesia no tiene de ninguna manera el poder de conferir la ordenación sacerdotal a mujeres y que esta posición debe ser definitivamente tenida por todos los fieles de la Iglesia”. 

 
           ©L.A.

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