Anoche mi mujer llegó tarde, pasadas las 22:30, porque había tenido que hablar con los pajes de los Reyes Magos. Cuando entró en casa, yo estaba en el ordenador intentando conseguir que Jazztel no siga spameándonos por teléfono, y tan pronto la vi empecé mi perorata sobre “esta gentuza que otra vez casi despiertan al niño”. Ella me miró con un mohín de tristeza y me dijo “ya veo que no lo sabes”. Me quedé paralizado. “Se ha muerto Elisa”, me dijo abriendo mucho los ojos húmedos, con lágrimas en la voz. Me quedé de piedra. Abracé a mi mujer y me puse a llorar. Lloramos los dos.
Así, abrazado a ella, se me agolparon en la cabeza y en el corazón un montón de momentos. Me vino a la mente el día en que hablé con Elisa por teléfono, hace ya más de un año, cuando mi mujer y ella estaban recibiendo tratamiento contra el cáncer casi de forma simultánea –el de mi mujer, de mama; el suyo, de muchos sitios, de demasiados sitios– y me dijo: “Si me curo, y en algo tengo mano en Cursillos, te prometo que Laura y yo iremos juntas a uno”. Porque Elisa, además de una extraordinaria dirigente, era rectora de Cursillos de Cristiandad en Madrid –entre otras muchas cosas-. Me acordé de las veces que nos cruzábamos con Juan, su marido, en el Hospital; o cuando llamábamos a su hija Elisita para ver qué tal estaba su madre, porque no queríamos molestarla. Me acordé como si hubiese sido hoy por la mañana de cuando fuimos a verla a su habitación del hospital; de su voz siempre serena, de su mirada profunda; de su actitud entregada incluso (o sobre todo) en la postración. Me acordé de cómo su nombre estaba en la cabecera de la lista de intenciones que mi mujer apuntaba en un cuadernito y sacaba para rezar mientras le ponían la quimio; de cómo pedíamos por ella en la capilla de la clínica cuando pasábamos a despedirnos del Señor después de cada tratamiento o visita al médico; de cómo rezamos con el niño por las noches y le pedíamos a Jesusito “por Elisa”, entre otros nombres.
Me invadió la pena. Y cedí un par de pasos ante la desesperanza. Incluso ante la duda. Pasados unos minutos, Laura me volvió a poner en mi sitio, o sea, ante Dios, que es lo que mejor hace de todas las cosas que hace mejor que nadie: “La verdad es que me da mucha paz saber que si yo llego al cielo, voy a encontrarme otra vez con Elisa”. Me lo dijo, esta vez, sin lágrimas en la voz. Con la conciencia de que Elisa no se ha ido, ni tampoco vive “en nuestro recuerdo”, que es esa cursilada que tanto se oye.
Es que Elisa está. Estás.
Estás viva, Elisa, realmente viva, aunque de otro modo. Iba a decir que estás tan viva como yo, pero en realidad estás incluso más viva que yo. Viva para siempre y ante Dios nuestro Señor.
Tiene que ser una pasada el Cielo. Porque aunque tú, como buena hija de la Iglesia, no querrás que lo dé por descontado, estoy seguro (es que no me cabe duda) de que estás en el Cielo. Has purgado lo tuyo y lo de muchos con tu particular y dolorosísimo calvario. Pero no te preocupes, que no obstante encomendaré tu alma para no hacer canonizaciones en vida.
No tengo ni idea de por qué has tenido que sufrir tanto, y supongo que tú antes tampoco lo sabrías, aunque ahora ya conoces todas las respuestas y ves las piezas del puzzle montadas y encajadas. También yo espero llegar al Cielo un día, y entender muchas cosas, también lo tuyo. Y si llego, veré, estoy cierto, cómo por tus ofrecimientos Cristo nos ha enriquecido a muchos. Cómo esas punciones terribles que te hacían y cómo esos tratamientos tan dolorosos, te han cosido a la Cruz porque tú misma se los dabas al Crucificado; y por eso, todo este tiempo, todos estos suplicios físicos y espirituales –que ver sufrir a los tuyos quizás haya sido lo peor de todo–, han servido para la redención de muchos, te han hecho co-redentora de tus hermanos, de tu familia, de tantos que incluso ni te conocen ni nunca sabrán de ti.
Hoy te he encomendado en el Ángelus, y muchos hermanos de la Comunidad de Cursillos estamos rezando por tu alma. Y, obviamente, por tu familia. A quienes, seguro, querrás que cuidemos, y a quienes sabrás que cuidaremos porque os queremos mucho, muchísimo.
Como ves, estoy especialmente torpe para escribir. Pero quería hacerlo para darte las gracias. Por darte. Por ofrecerte. Por entregarte. Por fiarte. Por ayudarme a fiarme. Porque algo me dice que la santidad y la salud de Laura y de nuestro matrimonio te debe mucho a ti, que has luchado por nosotros la batalla de la fe y de la oblación, postrada en tu cama, incomunicada en una burbuja, doliente o con mejorías. Has dado vida en tu falta de vida. Y tu vida, por eso, merece ser contada, aunque sea de forma torpe con este pequeño post. Porque remite a Dios dándose, viviendo por la vida de otros, cuidando especialmente a sus hijos enfermos, “porque eso es lo que hacemos los padres con los hijos que se ponen malitos”, como me dijiste un día.
No hace falta que te diga que sigas ahora intercediendo por Juan y por tus hijos; y también por nosotros, los tuyos, que somos muchos. Sé que lo harás. Pero yo te lo pido, que es lo que nos dice el Señor que hagamos. Dale, por cierto, un abrazo muy grande a Jesús de mi parte, y de parte de Laura. Y a María, y a José.
Te doy las gracias, querida Elisa, consciente de que me escuchas, antes incluso de que otros me lean. Porque tú, Elisa, de verdad vives, sigues, estás.
José Antonio Méndez