Cuando Jesús resucitó y volvió a encontrarse con los discípulos, estos lo reconocieron al partir el pan (cf. Lc. 24, 35-48). Por lo tanto, la Eucaristía hunde sus raíces en la persona de Cristo. No faltan las voces críticas con la adoración eucarística; sin embargo, ¿cómo podemos negar el valor de la que ha sido –y continua siendo- la escuela de los santos? Pensar que se trata de una devoción cualquiera, anclada en el pasado, es un síntoma de que aún no se ha dado el paso de vivir totalmente la fe católica. Sin el santísimo sacramento del altar, todo queda reducido a una suerte de activismo social. Dicho de otra manera, ayudar sin descubrir a Dios en las personas. Estar con Jesús, no es una pérdida de tiempo. Al contrario, lo necesitamos para poder aterrizar el evangelio a nuestra vida. 

El que las capillas, destinadas a la adoración perpetua, estén atrayendo a mucha gente no es una casualidad, pues los hombres y las mujeres de cada época –consciente o inconscientemente- buscan a Dios. Reconocer a Jesús en la Eucaristía, despierta el deseo de caminar junto con él. Al contemplarlo en el silencio de la oración, se vive con mayor sentido y profundidad. Ahora bien, este encuentro, tiene que ser sencillo, cercano, sincero y, sobre todo, contemplativo. A veces, se introducen dinámicas de la New age que acaban por sacar a Dios de la escena, mientras las personas se quedan en un simple ejercicio de respiración. Si bien es cierto que Jesús es alguien accesible, también es verdad que hay que exponerlo con dignidad, pues eso de colocarlo en el suelo –so pretexto de cercanía- hace que se le considere una de tantas devociones, cuando la realidad es que constituye el centro de nuestro camino en medio del mundo.

La adoración eucarística, afina un sexto sentido en quien se deja interpelar por Jesús, dando paso a una sensibilidad mucho más profunda ante la humanidad del propio ser humano, mientras descubre y vive el sentido de la verdad, el amor y la justicia. Para concluir, hagamos nuestras las palabras de la Sierva de Dios Ana María Gómez Campos F.Sp.S. (18941985), aquella religiosa mexicana que vivió una relación muy especial con Jesús en el sagrario: “procuraré cada momento ser más de Dios. No negarle nada. Trabajar intensamente por su gloria. Morir a mí misma(o) y multiplicar mis actos de amor. Más obras que palabras. ¡Confianza, plena confianza en Él!...soy feliz, intensamente feliz. Tengo a Dios, palpita en mi alma… ¿qué más puedo desear?” (AA, 288).

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