El carpe diem, entendido al nihilista modo, implica la prevalencia del sexo, drogas y rock and roll  sobre la fe, esperanza y caridad, es decir, sobre el alma, corazón y vida. El católico, en cambio, considera que aprovechar el momento es escuchar Alacena de las monjas mientras engulle un dulce de calabaza. El carpe diem nihilista implica jugar a los papás y a las mamás en un fumadero de opio, mientras el carpe diem católico propicia el arrullo de Carlos Cano para favorecer la siesta tras una comida en familia.  

Quiero decir que el carpe diem tiene menos que ver con la política de tierra quemada que con los paisajes de El hombre tranquilo. El católico considera que la vida es una buena charla ante la chimenea, mientras que el nihilista juega a vivir al límite, pero es sólo una pose. El católico no otorga siquiera al tatuaje rango de aprendiz de cicatriz, mientras que el nihilista cree que un antebrazo tachonado de frases es un provocador libro abierto, cuando en el fondo no es más que un pobre escaparate con exceso de neón.