Al día siguiente, viernes 11, la vi en éxtasis. A la media noche empieza a sufrir, sus padres la atienden, muy de mañana acude el párroco y le da la sagrada comunión; a esas horas ya llevan sangre sus ojos y mana sangre de su cabeza y costado; hasta las nueve, que termina la celebración de las misas, no entra nadie a verla, por voluntad decidida de sus padres.
Yo entré a las nueve y media. Teresa estaba en su cama sentada: en la cabeza el pañuelo blanco, una blusa con listas y cubierta con el clásico edredón en estos países.
Cuando yo entré me advirtió el párroco que contemplaba la cuarta estación del Vía Crucis, y explicó a un señor Obispo holandés y a mí (únicos que permanecíamos dentro de la habitación, mientras desfilaba la gente viéndola unos instantes), lo que significaban los gestos y las acciones de su rostro y manos; a la caída del Señor, se abalanzó como para recogerle.
Su modo de estar y accionar es grave, sereno, pacífico. A veces se excita más por sus dolores o por los afectos de su compasión a Jesús; dos veces tuvimos que salirnos de la habitación el Sr. Obispo y yo, porque la vienen accesos de asfixia: dos veces volvimos a entrar hasta el éxtasis de la novena estación del Vía-Crucis.
Tenía sangre en la cabeza por detrás, no mucha; la blusa estaba bien empapada en la parte de la llaga del costado, y de sus ojos manaba abundante, coagulándosela en las dos mejillas; tenía más en la izquierda.
Las llagas de las manos no manaban sangre; por la parte exterior tienen costra; su anchura, como la de dos céntimos, por la parte interior, aparecen muy pequeñas y más rojas.
Pude advertido todo bien y con calma, y, además, en un momento, el párroco, el Sr. Obispo holandés y yo nos acercamos a la cama, porque vio el párroco que se excitaba bastante y la habló; ella le respondió. Yo no pude entenderla bien, pero creo que habló de Simón Cirineo, al que ella invitaba a ayudar mejor a Jesús.
Otra vez se excitó; nos salimos; ella habló alto y su madre, algo alborotada, la dice unas palabras y a mí me hace señas que bajara.
Bajé aquellas escaleras impresionado muy honda y suavemente.
Volví a las doce a presenciar el éxtasis de la crucifixión; Teresa padecía muchísimo y tenía más sangre. A la primera palabra de Jesús, se enternece grandemente. Pone sus labios como quien quiere besar; sus manos como quien acaricia: a veces vuelve su cabeza horrorizada por las escenas de crueldad de los sayones; mueve sus pies por el dolor que siente; imita con sus dedos los estremecimientos de los nervios de las manos de Jesús, atravesadas por los clavos.
Los asistentes nos vamos afectando demasiado, un sacerdote se arrodilla. El párroco da algunas explicaciones.
A las doce y media termina con la contemplación de la muerte de nuestro adorable Redentor.
La iglesia del pueblo se ve concurridísima -la gente y los sacerdotes hacen el Vía Crucis- desde el amanecer hay misas y ¡cuánto fervor se nota en todos los sacerdotes!, la casa de Teresa se ve cercada de personas.
Quise hablar con el señor párroco; fui a su casa, pero no estaba; pasó toda la tarde en casa de Teresa; las visiones habían tenido interés particular, además Teresa quedó muy fatigada.
Su madre la había lavado la sangre, la había tendido, pero Teresa no pudo descansar.
A las ocho pude hablar con el párroco, con el fin de que me concediera ver a Teresa al día siguiente; me dio que por la mañana veríamos, aunque suponía no iba a ser posible.
En efecto, el sábado a las cinco y media de la mañana, me dijo el párroco en la sacristía, que Teresa estaba gravísima, que no la podía ver nadie, sino al llevarla la comunión, lo que haría un señor Obispo.
Teresa ese día sufría para obtener la conversión de una joven, que tiene que morir pronto y no está preparada, ni mucho menos; así me lo explicó el párroco.
El Sr. Obispo que la llevó la comunión, me describió después los ojos radiantes y la cara risueña de Teresa, al ver la sagrada Hostia.
Ese día recibió toda la Hostia entera; esto solo sucede cuando, al prepararse para la comunión, ve en visión a Nuestro Señor Jesucristo; se conoce esto, porque al ver la Hostia extiende las dos manos con gran ímpetu.
Por esto, cuando comulga en la iglesia, se sienta en un sillón, construido para el caso, en ese sillón, que tiene dos series de brazos, se la sujeta y detrás del altar mayor es donde comulga.
Esos días que recibe toda la Hostia, en cuanto esta es dejada sobre la lengua, desaparece, y milagrosamente pasa a su pecho; pues sabido es que Teresa tiene el esófago obstruido; hace ya tres años no come ni bebe nada en absoluto, ni una gota de agua; me repetía con énfasis el párroco.
Los días que no ve al Salvador, al prepararse para la comunión, se la da solo una partícula muy pequeña y para comulgar pasa horrores de muerte.
Teresa goza de la presencia sacramental de una a otra comunión; así me dice el párroco, que lo asegura ella.
Esta narración completamente objetiva, no tiene ni pretensiones de estudio del caso, ni juicio sobre el asunto, en el que la autoridad eclesiástica dirá en su día su última palabra.
Un padre benedictino, profesor de Teología en Roma, un sacerdote polaco, profesor en Varsovia de Apologética y autor de una obra sobre Telepatía y Mística, y yo, conveníamos en la apreciación de ingenuidad, de sencillez y de maravilla, que en todo y por todo brillan en este caso.
Los lectores de Vida Sobrenatural tienen una narración de lo que se ve en Konnesreuth, exacta y sin adorno alguno.
Que con su lectura se enfervoricen y rueguen por los que hemos visto el sorprendente caso de Teresa Neuman.
Ricardo G. Rojí
Canónigo de Burgos
Viena, 15 de julio de 1930