Una mujer de parto, un hombre encadenado, una luz en medio de la oscuridad… un grito en la noche.
En un lugar indeterminado del espacio y del tiempo un hombre está desesperado, lucha contra sus cadenas sin esperanza de librarse de ellas jamás. Un lugar oscuro y frío, un lugar húmedo y maloliente, un lugar solitario y alejado de todo. El hombre busca un lugar en su mente donde refugiarse y sofocar la sensación de impotencia y tristeza, pero no es capaz y la sensación de angustia crece y crece. La amargura llena su boca como si fuera a vomitar, pero en lugar de hacerlo lo que expulsa es un grito desgarrador un grito que le une a la mujer parturienta, un grito que rasga y atraviesa la medida temporal y espacial y ambos se unen en un grito de dolor, ambos se unen en un grito universal.
Una pequeña luz avanza por el espacio hacia él, una luz diferente, grande, majestuosa… divina.
Un niño rodeado de una luz que le deslumbra y le ciega, se acerca al hombre. Toca sus cadenas en silencio, toca su frente sudorosa suavemente, toca su cabello mugriento, toca su pecho hundido por la enfermedad.
─ ¿Quién eres, niño? ─ acierta a balbucear el hombre encadenado. ─¿Eres consolador?
─Sí, ciertamente lo soy. ─ contesta el niño sin mover los labios.
El hombre se siente aliviado. Algo está cambiando dentro de él. El niño se aleja unos pasos y elevando los brazos y mirando hacia arriba con los ojos cerrados mueve los labios pero no se oye lo que dice. De repente las cadenas del hombre se parten en mil pedazos con gran estruendo y desaparecen como si nunca hubieran existido. El hombre no cabe en sí de sorpresa y alegría. Por fin es libre.
─ ¿Eres un libertador?
─Sí, por cierto que lo soy.
El niño vuelve a cercarse y toca delicadamente las piernas del hombre que las tiene inservibles y enfermas. En ese momento el hombre vuelve a sentirlas, vuelve a recobrar la vida en ellas y sabe que volverá a ponerse en pie.
─¿Eres un sanador?
─Sí, por cierto que lo soy.
El niño agarra de la mano al hombre le ayuda a levantarse y le invita a dar un paso, pero el hombre no se atreve.
─¿Tú sabes quien soy? No soy bueno.
─Sí, por cierto que lo sé.
El hombre se decide a andar, y empieza a caminar muy despacio, apenas recuerda como se hace.
─¿Acaso perdonas los pecados?
─Sí, por cierto que lo hago.
El niño le ofrece su pequeño hombro para que se apoye en él.
─¿Eres un hombre?
─Sí, por cierto que lo soy.
Después de un pequeño trecho recorrido la oscuridad cae y se hace la luz. Un gigantesco espectáculo aparece enredador suyo. Coros de ángeles, grupos de santos, querubines y reyes cantan de alegría en una ceremonia celestial y saludan al recién llegado. El hombre se siente abrumado y cae en un intenso estupor.
─¿Acaso eres Dios?
─Sí, por cierto que lo soy.
El hombre cae de rodillas ante tal revelación y no se atreve a mirar al niño, que recoge su barbilla entre sus manos y eleva su mirada hacia él.
─¿Porqué Señor has tardado tanto en venir a socorrerme?
─Tú no me dejabas.
─¿Yo señor, he sido impedimento?
─Levántate y anda.
El hombre se pone de pie mirando al niño que apenas le llega por la cintura.
─¿Porqué eres niño?
─Porqué era la única manera de hacerte comprender. Soy todo lo que has dicho, pero solo me encuentran los desvalidos, lo pequeños, los que no se pueden defender. Como una mujer que está apunto de dar la luz que su vida no depende de ella. Es lo más débil. Mientras la fuerza y la voluntad humana se interpongan yo no puedo actuar.
─Señor, ahora puede tu siervo partir en paz, porque mis ojos han visto la salvación de Dios.
─Ánimo, ahora estas preparado.
"La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo" (Jn 16, 21)
En un lugar indeterminado del espacio y del tiempo un hombre está desesperado, lucha contra sus cadenas sin esperanza de librarse de ellas jamás. Un lugar oscuro y frío, un lugar húmedo y maloliente, un lugar solitario y alejado de todo. El hombre busca un lugar en su mente donde refugiarse y sofocar la sensación de impotencia y tristeza, pero no es capaz y la sensación de angustia crece y crece. La amargura llena su boca como si fuera a vomitar, pero en lugar de hacerlo lo que expulsa es un grito desgarrador un grito que le une a la mujer parturienta, un grito que rasga y atraviesa la medida temporal y espacial y ambos se unen en un grito de dolor, ambos se unen en un grito universal.
Una pequeña luz avanza por el espacio hacia él, una luz diferente, grande, majestuosa… divina.
Un niño rodeado de una luz que le deslumbra y le ciega, se acerca al hombre. Toca sus cadenas en silencio, toca su frente sudorosa suavemente, toca su cabello mugriento, toca su pecho hundido por la enfermedad.
─ ¿Quién eres, niño? ─ acierta a balbucear el hombre encadenado. ─¿Eres consolador?
─Sí, ciertamente lo soy. ─ contesta el niño sin mover los labios.
El hombre se siente aliviado. Algo está cambiando dentro de él. El niño se aleja unos pasos y elevando los brazos y mirando hacia arriba con los ojos cerrados mueve los labios pero no se oye lo que dice. De repente las cadenas del hombre se parten en mil pedazos con gran estruendo y desaparecen como si nunca hubieran existido. El hombre no cabe en sí de sorpresa y alegría. Por fin es libre.
─ ¿Eres un libertador?
─Sí, por cierto que lo soy.
El niño vuelve a cercarse y toca delicadamente las piernas del hombre que las tiene inservibles y enfermas. En ese momento el hombre vuelve a sentirlas, vuelve a recobrar la vida en ellas y sabe que volverá a ponerse en pie.
─¿Eres un sanador?
─Sí, por cierto que lo soy.
El niño agarra de la mano al hombre le ayuda a levantarse y le invita a dar un paso, pero el hombre no se atreve.
─¿Tú sabes quien soy? No soy bueno.
─Sí, por cierto que lo sé.
El hombre se decide a andar, y empieza a caminar muy despacio, apenas recuerda como se hace.
─¿Acaso perdonas los pecados?
─Sí, por cierto que lo hago.
El niño le ofrece su pequeño hombro para que se apoye en él.
─¿Eres un hombre?
─Sí, por cierto que lo soy.
Después de un pequeño trecho recorrido la oscuridad cae y se hace la luz. Un gigantesco espectáculo aparece enredador suyo. Coros de ángeles, grupos de santos, querubines y reyes cantan de alegría en una ceremonia celestial y saludan al recién llegado. El hombre se siente abrumado y cae en un intenso estupor.
─¿Acaso eres Dios?
─Sí, por cierto que lo soy.
El hombre cae de rodillas ante tal revelación y no se atreve a mirar al niño, que recoge su barbilla entre sus manos y eleva su mirada hacia él.
─¿Porqué Señor has tardado tanto en venir a socorrerme?
─Tú no me dejabas.
─¿Yo señor, he sido impedimento?
─Levántate y anda.
El hombre se pone de pie mirando al niño que apenas le llega por la cintura.
─¿Porqué eres niño?
─Porqué era la única manera de hacerte comprender. Soy todo lo que has dicho, pero solo me encuentran los desvalidos, lo pequeños, los que no se pueden defender. Como una mujer que está apunto de dar la luz que su vida no depende de ella. Es lo más débil. Mientras la fuerza y la voluntad humana se interpongan yo no puedo actuar.
─Señor, ahora puede tu siervo partir en paz, porque mis ojos han visto la salvación de Dios.
─Ánimo, ahora estas preparado.
"La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha llegado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo" (Jn 16, 21)