Esta semana hemos vivido los franciscanos de María dos fechas muy destacadas, la Inmaculada y la Virgen de Guadalupe. Ambas son muy significativas para nuestra espiritualidad, que consiste en el agradecimiento a Dios a imitación de María. En ambas, por generosa concesión del Papa Francisco a través de la Penitenciaría Apostólica, hemos podido ganar la indulgencia plenaria, cumpliendo las condiciones estipuladas por la propia Iglesia.
El debate interno en la Iglesia está situado en este momento precisamente en el concepto de misericordia. El Papa Francisco, como buen jesuita –fueron ellos, sobre todo, los que difundieron la devoción al Sagrado Corazón y los que se enfrentaron con el rigorismo herético de los jansenistas- insiste una y otra vez en esa virtud y ha conseguido que el mundo se gire, interesado, hacia la Iglesia católica. El reconocimiento como “personaje del año” por la revista Tima es una prueba de ello.
Pero, una vez más, posiblemente lo que el mundo entiende por misericordia no es lo que entendió por ella Jesucristo ni lo que, por lo tanto, enseña la Iglesia. La gente, interesada o inconscientemente, confunde misericordia con tolerancia. Cuando el Papa habla, por ejemplo, de misericordia con los divorciados vueltos a casar, entienden –también muchos dentro de la Iglesia, incluidos obispos- que van a poder comulgar sin haber conseguido la nulidad matrimonial. Y así, otros casos. Lo que está sucediendo, por lo tanto, es que crece de forma que no sé si será posible parar, la expectativa de un cambio doctrinal y moral que en la práctica supondría la inmersión total de la Iglesia en el mundo del relativismo y la desaparición absoluta de toda ley ética objetiva y también de todo dogma revelado. De la mano de la misericordia estaríamos llegando así no sólo a la autodestrucción sino también a la traición al concepto mismo de misericordia.
Porque, en el fondo, nada hay más contrario a la misericordia que la tolerancia. Mientras que ésta reclama que no juzgues los comportamientos, que no los califiques de buenos o de malos, sino que los dejes a la autonomía plena de la conciencia individual, la cual no tendría ningún referente externo a sí misma para decidir sobre la moralidad de los actos, la verdadera misericordia parte del reconocimiento de que se ha pecado, de que se ha obrado mal, y del arrepentimiento sincero por haberse comportado así, seguido de un propósito de enmienda que, después, se intentará aplicar con la mayor honestidad posible. La misericordia no pide al otro que bendiga y dé por buenos tus actos malos, sino que los perdone. La tolerancia, por el contrario, rechaza el concepto mismo de perdón y se siente ofendida ante la sola idea de tener que pedirlo. La misericordia es humilde y la tolerancia es soberbia. La misericordia permite avanzar, porque se propone metas, intenta cambios, lucha por mejorar; la tolerancia es estática, pues considera que lo que hace está bien hecho y que no tiene que cambiar ni mejorar en nada. Pero, sobre todo, la tolerancia jamás conocerá la alegría que experimenta la misericordia. Jamás podrá gozar del abrazo del padre del hijo pródigo, porque jamás volverá a la casa del Padre.
Nosotros hemos gozado esta semana de dos ocasiones para recibir misericordia. Y digo que hemos “gozado”, porque previamente nos hemos confesado y hemos disfrutado de recibir el perdón divino. El que no se siente pecador –siéndolo- no sólo no puede avanzar y mejorar, sino que no conocerá jamás la dicha inmensa de ser abrazado por un Padre que te ama y que te perdona. No lo olvidemos: en el cielo hay más alegría, dice Jesús, por un pecador que se convierte que por cien justos que no necesitan conversión. Insisto: “por un pecador que se convierte”, no por uno que, en nombre de la tolerancia, a la que confunde con la misericordia, cree que no hace nada malo y que por eso no necesita conversión.
Vivimos tiempos muy difíciles. Tanto que algunos, dentro de la propia Iglesia, parecen empeñados en confundir misericordia con tolerancia. Si lo consiguen será una lástima, para la Iglesia, que podrá ser destruida, y para los millones de personas a las que nadie les dirá, con una sonrisa, como hizo Cristo: “Yo no te condeno. Vete y no peques más”.
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