Por lo tanto, hay que formar santos y buenos administradores. En otras palabras, dejar de transmitir la idea de que para ser un buen católico da igual si haces bien o no el trabajo que te corresponde, pues todo cuenta al momento de aterrizar el proyecto de Cristo. La religiosa que funge como directora no le puede decir a Dios: “mira, a mí déjame tranquilamente en el convento mientras te pongo alguna veladora, porque esto de tener que lidiar con papás enojados y niños desobedientes es muy pesado”. No faltará el que diga: “¡qué humilde es la madre “x”, pudiendo estar al frente del colegio, prefiere quedarse en casa!”. Ni obsesionarse con el poder, ni evadir la tarea confiada. Por ejemplo, San Martín de Porres era muy humilde y eso nunca le impidió ser un fraile inteligente que sabía atender con tino a los pacientes de la enfermería, Santa Edith Stein fue una de las más grandes intelectuales del siglo XX y resultó monja carmelita, la Venerable Concepción Cabrera de Armida vivió muchas experiencias místicas y llevó -hasta bien entrada en años- la contabilidad de su familia, etcétera. Jesús no nos vuelve incapaces, perezosos o apáticos. De hecho, él fue un orador de verdad, alguien capaz de atraer la atención de propios y extraños.
Nos han vendido la idea de que la pastoral juvenil no es para los que tienen grandes sueños y aspiraciones, sino para los conformes, aquellos que confunden la mediocridad con la sencillez. La Iglesia necesita hombres y mujeres que sean capaces de vivir su fe sin complejos, sabiendo combinarla con las habilidades y talentos que Dios, como causa primera de la vida, les ha dado.
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