Cristo nos indica con claridad cómo desea Dios que orientemos toda nuestra vida: Amarle con todo nuestro ser, alma y espíritu. Pero amar a Dios conlleva amar también todo reflejo de su presencia entre nosotros. Actualmente no se nos pasa por la cabeza que Dios está junto a nosotros siempre y que ha dejado huellas en todo y todos quienes nos rodean. Se nos olvida algo tan fundamental como la misma creación del ser humano:
Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza (Gn 1, 26)
Llevamos en nosotros la imagen de Dios y hemos sido creados a semejanza de Dios mismo. Es frecuente que se confunda el sentido de semejanza con ser consustanciales con Dios. ¿Nos creemos capaces de reemplazar a Dios? Sólo hace falta ver la sociedad para darnos cuenta de las consecuencias de ello. ¿Cómo deberíamos entender la semejanza? Un escrito cristiano antiguo, recogido en la Catena Aurea, nos habla precisamente de esto:
El que ama al hombre es semejante al que ama a Dios, porque como el hombre es la imagen de Dios, Dios es amado en él como el rey es considerado en su retrato. Y por esto dice que el segundo mandamiento es semejante al primero. (Pseudo-Crisóstomo, opus imperfectum in Matthaeum, hom. 42)
Un retrato es imagen y semejanza de quien ha sido retratado, pero no es la misma persona. Podemos venerar a Dios viendo su obra, pero no debemos confundir la obra con Dios. Entonces ¿Cómo amar al prójimo a semejanza de Dios? Leamos lo que nos dice San Agustín:
Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa, y que dé lugar a que quiera gozar de otra cosa. Por lo tanto, cualquier otra cosa que queramos amar, conságrese también hacia el punto donde debe fijarse toda la fuerza de nuestro amor. Un hombre es muy bueno, cuando con todas sus fuerzas se inclina hacia el bien inmutable. (San Agustín, de doctrina christiana, 1,22)
Si amamos a Dios realmente, no nos debe ser difícil amar todo reflejo de Dios que haya en nuestro hermanos. En la medida que dirijamos toda nuestra voluntad hacia Dios, la imagen de Dios (que llevamos todos con nosotros) se hará visible a los demás. También nos dice que amemos a nuestro prójimo como nosotros mismos nos amamos. Esto también suele plantear problemas. ¿Qué amamos en nosotros mismos? ¿La naturaleza herida por el pecado o la imagen de Dios? Porque si nosotros mismos nos amamos desde el pecado, no nos sentiremos mal cuando deseamos y hacemos un mal deseado a otra persona. Para amar a nuestro prójimo realmente, debemos tener en cuenta otro mandamiento que Cristo nos dejó:
Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado (Jn 13, 34)
El amor que debemos a nuestros hermanos debe ser similar, semejante, al amor que Cristo nos donó y nos ofrece día a día.