Llegar definitivamente a ti, Señor. Es algo que con más o menos fuerza en su deseo, todo creyente desea y casi me atrevería a firmar que todo el mundo desea, pues siempre he pensado que no existe lo que yo llamo un ateo monolítico, es decir aquel que no tenga en el interior de su ser una evidencia absoluta de que Dios no existe. Y no la tiene nadie, aunque así lo manifieste y presuma de ello, porque todo el mundo, incluso el ateo más profundo, no niega la existencia del alma. Porque si la negase se podría a la altura de los animales irracionales. Y esa alma con las improntas o huellas que Dios deja en ella gravadas al tiempo de creación, le impiden con absoluta convicción decir que Dios no existe. ¿Acaso hay alguien, aunque se trate de un desalmado ladrón y asesino, que no reconozca que el asesinar o el robar es delito, y crea honradamente, que son actos estos actos son buenos y necesarios. Son dos actos humanos, que son parte de esa Ley natural, que todos tenemos gravadas en nuestro ser.   

            Como ates escribía, todo el mundo desea alcanzar ese cúmulo de bienes, que para unos son materiales y para otros son espirituales, y que es el cielo. Llegar o alcanzar el cielo a eso estamos todos dispuestos, pero ¡ah! hay algo que se interpone entre ese deseo y nuestra vida aquí abajo, y que se llama muerte. Desde el día, que como consecuencia de la pérdida de los dones preternaturales que sufrieron Adán y Eva y consecuentemente todos sus descendientes, el hombre vive bajo el pavor de la muerte.

            Son varias las causas que alimentan este miedo a la muerte, que en general sufre todo ser humano, salvo aquel que por razones espirituales, anhela la muerte. Santa Teresa de Jesús escribía unos versos, cuya primera estrofa dicen:

Vivo sin vivir en mí,
y, tan alta vida espero,
que muero porque no muero.

            La primera causa, es el miedo a lo desconocido. Si, desde luego la fe en la existencia de Dios, se tiene, pero la fe no es evidencia y lo que nosotros queremos, es tener evidencia, porque si tuviéramos evidencia en la existencia del cielo y el las maravillas que esperamos obtener en él, nadie le tendría miedo a la muerte. Pero es el caso, de que si esa evidencia existiese, los que la tuviesen en este mundo perderían la capacidad de meritar ante Dios, venciendo las tentaciones demoniacas que ahora tenemos y que venciéndolas nos ganamos un mejor puesto en el cielo.

            La segunda causa es el sufrimiento. Ante un fallecimiento, está muy generalizada la pregunta: ¿Sufrió mucho? Y a cualquiera que se le pregunte, este ya tiene de antemano escogido el tipo de muerte que le gustaría tener; siempre una muerte rápida y sin enterarse. Lo cual no es lo correcto si se ama al Señor, pues Él sabe mejor que nosotros, la clase o tipo de muerte que nos convine, y como Él siempre nos proporciona lo que más nos conviene dándonos bienes o permitiendo que nos acosen los males, hay que estar seguro de que todo ser humano ha tenido y tendrá la clase de muerte que más le conviene tener, para su futura glorificación.

            Es indudable que todos hemos de morir, hemos de pasar por el amargo trago de la muerte y solo hay un procedimiento, para invertir lo amargo en dulce. Consiste en ir invirtiendo, ese rechazo amargo consciente e inconsciente que se tiene a la muerte, por un vehemente deseo alcanzarla. Lograrlo no es fácil ni rápido pero si eficaz. Podríamos denominarlo el milagro de la gracia divina. El amor es el alimento de nuestra alma, y cuando más nos alimentamos de amor, cuando sentamos más, el deseo de amar más a Dios, lo cual es inequívoco de deseo de crecimiento espiritual en nuestra alma, la gracia divina establecerá entonces una corriente dinámica entre el alma y su Creador, de correspondencia reciproca de conocimiento y amor. Porque el amor genera amor, y donde el Espíritu Santo encuentra un alma con más amor, más la ama a ella, ya que el amor genera semejanza y el Señor ama más, a quien más se le asemeja.

            Viviendo aquí en esta vida sumergidos en ese mundo de amor que es el Señor, de cada acto de generosidad nuestra procede la gracia divina y él nos conduce a la obtención de una nueva gracia. Porque, muy claramente nos lo explicitó el Señor cuando nos dejó dicho en la parábola de los talentos: " 24 Y dijo a los que estaban allí: "Quítenle las cien monedas y dénselas al que tiene diez veces más". 25 "¡Pero, Señor, le respondieron, ya tiene mil!". 26 "Les aseguro que al que tiene, se le dará; pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene”. (Lc 19,24-26).  Y el Señor es la generosidad en persona y por ello siempre ante la más mínima cosa, aunque se solo aun solo vaso de agua a un necesitado, se nos dará: “Una medida buena, apretada, colmada, rebosante” (Lc 6,38)". Que Él mismo nos la dará.

            Para Santo Tomás de Aquino, la gracia no es otra cosa que un cierto comienzo de la gloria en nosotros y por ello cuando más gracias recibamos en razón del aumento de nuestra vida espiritual, con más claridad iremos viendo como es la gloria que nos espera y más avanzará en nosotros el deseo de llegar a alcanzar, la gloria. Crecerá en nosotros la firme convicción, de que lo que esperamos es infinitamente mejor que lo que tenemos aquí abajo, y entonces crecerá en nosotros el desapego a las cosas de este mundo y el deseo de llegar cuanto antes a ver el rostro de Dios. Es entonces, cuando nos haremos una pregunta, diciéndonos interiormente: Si sé que lo que espero, es infinitamente mejor que lo que tengo aquí abajo, ¿qué es lo que aquí hago? Esta puede ser una santa pregunta o una negación de la voluntad divina. Bueno es que tengamos deseos y vehementes deseos de abandonar este mundo, pero por delante de nuestros incomprensibles deseos, para muchos de los que nos rodean, de querer partir de aquí, está por delante la voluntad del Señor, que si aquí nos tiene aunque nuestra edad sea avanzada, es que nos conviene y es por nuestra mayor gloria futura, aunque, nosotros no lo veamos ni comprendamos.

            Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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