Una frase que se ha instalado en el seno de varias órdenes y congregaciones religiosas es la de “hacer opción”; es decir, marcar una serie de prioridades que se pretenden alcanzar mediante el ejercicio de la misión. En principio, se trata de una línea de acción pastoral identificada con el sentido común, pues los religiosos y las religiosas no pueden -ni deben- ocuparse de todo; sin embargo, también hay que reconocer las consecuencias negativas que han dejado algunas opciones que fueron tomadas a partir de posturas ideológicas o sociopolíticas encontradas y –a menudo- alejadas del evangelio, bajo el pretexto del cambio o de la renovación. Sin duda alguna, el mundo varía, avanza, plantea nuevos desafíos y esto implica o supone que la Iglesia se haga presente en medio de los hombres y de las mujeres de cada época, sabiendo renovar las formas para comunicar mejor el fondo, la esencia de la fe, pero esto no significa que haya que cambiar hasta el último punto, tratando de mejorar la imagen a costa de la propia identidad. Una opción que se haga con la intención de asumir una postura “buenista” o, en su caso, libre de responsabilidades, entraña un conformismo que dista mucho de la figura histórica y espiritual de Jesús de Nazaret. Por ejemplo, cuando una comunidad religiosa que se encuentra al frente de un colegio en crisis, si bien no la provoca, deja que se vaya extendiendo –por omisión- hasta llegar a la quiebra. En ese caso, no estarán haciendo ninguna opción, sino actuando como cómplices de una situación que pudo haberse evitado pero que –en realidad- era querida para tener un pendiente menos.
Cuando falta la perspectiva del evangelio, se llega a puntos autodestructivos. Un caso clamoroso fue el cierre –por opción- del Instituto Patria de la Ciudad de México que estaba a cargo de la Compañía de Jesús. Contaba con una ubicación privilegiada y la mayoría de los estudiantes pertenecían a familias influyentes de la capital. Pues bien, como consecuencia de una lectura ideológica del Concilio Vaticano II, decidieron cerrarlo sin que hubiera un motivo de peso. Los jesuitas –con buena intención- pensaron que al dejar esa posición, harían un bien a la sociedad; especialmente, a los más pobres, pero sucedió todo lo contrario. El hueco que dejaron fue ocupado por otras instituciones educativas que –a diferencia de los hijos de San Ignacio de Loyola- no estaban identificadas con la formación de hombres y mujeres comprometidos a nivel social. Hicieron opción, pero estuvo mal orientada. ¿La razón? Juzgaron a partir de una sociología sobrevalorada, ignorando que el evangelio es para ricos y pobres. Pudieron haberse quedado y, al mismo tiempo, impulsar otras escuelas en las zonas más pobres del país. De hecho, era significativo ver cómo la educación jesuítica incidía –para bien- en los ámbitos de decisión; sin embargo, terminaron cediendo este espacio a otros intereses que lamentablemente trajeron un mayor índice de exclusión.
Hoy –ante el cierre de una institución educativa de renombre- sus dirigentes parecen alegrarse, como si hubiera que darles un premio por semejante hazaña, cuando lo único que hicieron fue dejar a un buen número de niños y de niñas sin escuela. ¡Eso no es hacer opción, sino salirse por la tangente! Si una congregación no cuenta con el número apropiado de religiosos para ocuparse de todas las obras que tienen a cargo, en lugar de entrar en pánico, deberían centrarse en dos aspectos: formar laicos que compartan su misma espiritualidad al grado de coordinar algunas de sus instituciones y, por supuesto, seguir promoviendo vocaciones para que la familia religiosa no se pierda. Es decir, hay que saber optar pero desde una mirada evangélica y nunca impulsiva e irresponsable o, lo que es peor, para ostentar con la pobreza.
Ahora bien, otro problema que salta a la vista se da en torno a un proceso llamado “REM” (Reestructura del ejercicio de la misión). La iniciativa es necesaria, profundamente significativa, pero –en muchos casos- adolece de un abordaje equilibrado. Varios religiosos la llevan a un reduccionismo, según el cual, la clave está en abrir o cerrar casas; sin embargo, antes que una reestructura inmobiliaria, se trata de un proceso de conversión personal y comunitario. El punto no es la casa, sino la actitud de quienes viven en ella. Existe una extraña obsesión por vender o donar todo lo que se encuentran a su paso, olvidando que se trata de un patrimonio necesario para poder trabajar en el mundo. Desde las primeras comunidades cristianas, había lugares que las familias prestaban para reunirse. Por lo tanto, contar con bienes muebles e inmuebles forma parte de las exigencias de la misión. No habrá un nuevo Pentecostés centrándose en la estructura, sino en las personas que le dan vida. Buscar el suicidio de las obras apostólicas, ha dejado una herida profunda en la Iglesia, pues cada vez más laicos se preguntan: ¿dónde nos formaremos si la vida religiosa parece querer abdicar de todo servicio que implique organizarse y/o comprometerse?
¿Qué han dejado las opciones basadas en la ideología? Parroquias desiertas, movimientos caducos, extremos del lado tradicionalista y progresista, ciudades con pocos colegios católicos de calidad, periferias sin transformación social, etcétera. En cambio, cuando se ha hecho opción por una presencia equilibrada entre las ciudades y las periferias, ¡qué bien han salido las cosas!, ¡cuántos frutos a mediano y largo plazo! El artículo no pretende fomentar el desaliento. Al contrario, poniendo las cosas en su lugar, es posible que la vida religiosa recupere su significado en el mundo.
Otra opción –supuestamente relacionada con la cercanía- ha sido la del abandono del hábito y hasta de la liturgia. Afortunadamente, hay muchas excepciones como –por ejemplo- la Orden de Predicadores, cuyo equilibrio pastoral es significativo. Si son de vida apostólica, es razonable que vistan de civil. El punto es que en las celebraciones lo lleven y, desde ahí, hagan presente el sentido escatológico de la fe. Dicho de otra manera, no se les pide que vayan a la playa con velo, pero sí que renuncien a esa alergia que algunos(as) sienten por expresar públicamente su sentido de pertenencia y consagración, pues resulta tan ilógico como que un médico se avergüence por llevar la bata blanca.