La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús (Papa Francisco)
Quienes así piensan se quedan en la superficie, además de hacer lecturas sesgadas. Olvidan cuestiones que están en el centro del mensaje evangélico y que fundamentan todo lo que el Papa afirma.
¿Qué cuestiones son estas? Algunas, pensadas a vuela pluma, podrían ser las siguientes. En primer lugar, como el mismo título indica, la alegría que brota del encuentro con el Señor y cambia la vida. Esa alegría trasforma al creyente y se trasmite.
En segundo lugar, la necesidad de conversión, o como dice el Papa, renovar la alegría. Todos corremos el riesgo de caer en el individualismo, el consumismo, y tantas y tantas cosas que llenan el corazón y nos impiden amar a Dios.
Después, consecuencia de lo anterior, la misión y/o evangelización (no voy a entrar en discusiones terminológicas). Todos los bautizados estamos llamados a anunciar a Jesucristo. No hay excusas. Nadie puede decir: ‘eso no va conmigo’. Y son tantas y tan diversas las formas de hablar de Dios. Primero con el propio testimonio de la vida; las devociones populares; la catequesis; el encuentro con amigos, vecinos, familiares… Y siempre y en todo momento el gran testimonio de la caridad.
Así la Iglesia, cada bautizado, está obligado a salir de sí misma. El centro y el punto de partida está en Cristo. La misión de los apóstoles y demás discípulos, también la tuya y la mía, es continuar, por la acción del Espíritu Santo, la misma misión de Jesús. Y mediante la actuación de los bautizados, se trasforma la sociedad y el mundo, y se hace presente el Reino de Dios.
La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc 10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten al escuchar predicar a los Apóstoles “cada uno en su propia lengua” (Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de nuevo, siempre más allá[1].