Imagino que debo de ser uno del medio centenar de espectadores que permanece recostado en el sofá para ver la reposición televisiva de La transición, el magnífico reportaje río de Victoria Prego con el que, en clave cinematográfica, refleja el tránsito de la piedra en el riñón a la pérdida de orina, esto es, de la dictadura al libertinaje, que es al sistema en el que hemos desembocado, según acredita el modo en que Cataluña mea ahora fuera del tiesto.
El talento narrativo de Prego refleja la realidad tensa, pero esperanzadora, de una España, aquella España, sostenida políticamente, a izquierda y derecha, por estadistas en lugar de por demagogos. Por políticos de peso, seductores con buenas intenciones, que fumaban ducados y bebían ginebra en vaso largo. Políticos que consiguieron dividir el átomo franquista sin convertir Lavapiés en Hiroshima. Escrito esto entenderán el motivo por el que tras cada capítulo me entre una morriña consonante que me lleva de Quevedo (Miré los muros de la patria mía) a Vallejo (Y me ha dado qué pena esa viajera).