En la Iglesia, lo mismo que en la sociedad, no faltan los problemas. A veces estos son tan graves que puede darle la impresión a quien los padece de que no hay futuro, de que no hay salida. Para el que no tiene fe, ciertamente, la noche se presenta enormemente oscura. En cambio, para el que tiene el don de la fe, siempre hay luces que iluminan las tinieblas, siempre es tiempo de esperanza.
El que no tiene fe, es optimista o pesimista, según los cálculos más o menos acertados que haga sobre el devenir suyo o colectivo. En cambio, el que tiene fe va más allá de esos cálculos y se ancla en la virtud de la esperanza. Precisamente porque es virtud, es decir porque lo es en la medida en que es practicada de forma heroica, la esperanza nos sostiene más allá de todo cálculo humano, cuando ya no hay razones para el optimismo y sólo el pesimismo, con su corte de miedo, de dolor y de muerte, tiene voz en nuestra vida.
La noche era tremendamente oscura, no como boca de lobo sino como boca de demonio, hace más de dos mil años, cuando un hombre y una mujer, Joaquín y Ana, se amaron y engendraron a una hija a la que después llamarían María. Ella, por gracia de Dios y en vistas a la salvación que habría de procurarnos el que sería su Hijo, Jesucristo, fue preservada del pecado original, concebida sin él. Purísima había de ser aquella de cuya carne tomara carne el Hijo de Dios. La Nueva Eva, con la que comenzaría la Nueva Humanidad, se convirtió desde ese momento en la esperanza de los hombres. El demonio, que ya se creía dueño del género humano, la buscó y la acechó, pero ella resistió a sus tentaciones y aquella pureza inicial se preservó toda la vida. Ella, la Inmaculada, se convirtió en la luz que brilla en la oscuridad, en el primer motivo de nuestra esperanza, en la mano a la que nos agarramos fuertemente para que el huracán en que a veces se convierte nuestra vida no nos arroje a lo desconocido.
María Inmaculada, esperanza nuestra, esperanza de la Iglesia, esperanza de la humanidad, no nos abandona nunca. La misericordia de Dios para con nosotros ha sido tan grande que no sólo se nos ha revelado como Padre sino que nos ha dejado a su propia Madre como nuestra Madre. Y todos los días se lo oímos decir, como Juan Diego la primera vez, en la colina mexicana del Tepeyac: No tengas miedo, aquí estoy yo que soy tu Madre. Y al escucharlo, siempre renace en nosotros, a veces en medio de las lágrimas, la esperanza.
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