En el número de Otoño de 2013 Bernard Dumont, director de la revista Catholica, plantea la necesidad de reconsiderar el enfoque con el que la Iglesia, y en consecuencia los católicos, plantea el modo de abordar las cuestiones políticas. El artículo es serio, sosegado y realista, no ofrece soluciones, pero plantea algunos puntos desde los que iniciar esta reflexión, que considero ineludible.
Y es que la situación en la que nos encontramos es radicalmente diferente de la que vivió la Iglesia hace medio siglo. Entre otros aspectos significativos, la caída del comunismo, la elevación del aborto a “derecho sagrado” o los avances de la agenda homosexualista han cambiado por completo el marco en que nos movemos. En este sentido, la primera constatación, primordial, es que las esperanzas de nuevas vías de colaboración entre la Iglesia y el poder político en Occidente se han evaporado. Frente a los esfuerzos católicos por tender la mano a un mundo tan necesitado de una correcta comprensión de lo que es el hombre y su vida en comunidad, lo que se ha extendido es, en palabras de Dumont, la mundialización del anticristianismo. Pero, sigue el autor, tampoco podemos caer en la respuesta fácil de echar todas las culpas afuera sin hacer la mínima autocrítica.
A continuación propone algunas responsabilidades propias, sobre las que los católicos deberíamos reflexionar para no tropezar una y otra vez en la misma piedra. Por ejemplo, “una aceptación ingenua de ciertas palabras tendenciosas de la ideología dominante, pensando que era posible hablar una lengua común, hasta el día en que, demasiado tarde, tenemos que rendirnos a la evidencia de que el juego estaba trucado”. Así, lo que la Iglesia había supuesto que eran términos bien definidos, en realidad son palabras de “naturaleza convencional, evolutiva, manipulable según la relación de fuerzas”. Los ejemplos que a uno le vienen a la cabeza son numerosos, entre ellos el término “derechos”, que en la legislación de nuestro país engloba ahora el derecho al aborto.
Algo de esto (o mucho) ya vieron Juan Pablo II y Benedicto XVI cuando acuñaron los conceptos de “cultura de la muerte” y de “principios no negociables”, pero lo cierto es que en demasiadas ocasiones seguimos repitiendo fórmulas de hace medio siglo, bastante periclitadas y que ya no responden a la realidad que nos rodea. Es el fenómeno que Dumont denomina la “cultura clerical de lo político”, que por cierto, no nace con el Concilio Vaticano II, sino que viene de mucho antes. Dumont la sitúa en el proceso que llevó, desde una visión eminentemente institucional, a apostar por los concordatos, sin interesarse por la naturaleza y funcionamiento real del sistema político en el que nos movemos. No se trata de que los concordatos sean esencialmente nocivos, al contrario, pero la experiencia nos muestra que existe el riesgo de caer en la tendencia a considerar todos los regímenes políticos como indiferentes. Las formas políticas son indiferentes siempre y cuando no ataquen al bien común, sostiene el Magisterio, pero esa línea roja, en muchos países, la hemos traspasado hace tiempo.
En definitiva: nuevos tiempos, nuevas realidades (aunque con raíces que vienen de lejos) y la necesidad de replantearnos nuestra actuación en política. Como decíamos antes, Dumont no nos ofrece fórmulas, pero apunta a algunos aspectos que los católicos deberíamos tener muy presentes.