“Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.”  (Mt 3, 3)

         Dicen que los amigos son para las ocasiones. Y es verdad. Es en los momentos difíciles cuando se nota la autenticidad de la amistad. La predicación del Bautista, anunciando la llegada de Jesús, del Mesías Salvador, tenía tanto más mérito y valor cuanto más difícil era. Confesar abiertamente la fe en Cristo y la fidelidad al papa, es mucho más meritorio y necesario hoy que en los años 50, cuando lo extraño y mal visto era lo contrario. Pero es ahora cuando más falta hace, cuando el Señor más lo necesita. Lo mismo se puede decir, por ejemplo, de la vocación a la consagración y al sacerdocio; antes, cuando no había muchas alternativas para los jóvenes, los seminarios y noviciados estaban llenos; ahora, están casi vacíos. Y, sin embargo, es ahora cuando más necesita Cristo a muchachos y muchachas que quieran dedicarse a tiempo pleno a la evangelización y al servicio de los que sufren.

         Cada uno de nosotros, cada día y con frecuencia varias veces al día, se siente rodeado de desierto e incluso con el desierto en el alma. A tu alrededor abundan las críticas a la Iglesia y a la moral católica. En tu propio interior, llegas incluso a dudar que sea posible vivir fielmente el Evangelio o que merezca la pena hacerlo. El desierto está dentro y está fuera, y amenaza con devorarlo todo, con secar los manantiales de agua viva que nos llegan a través de los sacramentos y que producen frutos de amor en nuestras manos. Hay que hacer como Juan: enfrentarse al desierto con el agua de la gracia de Dios, para hacerlo retroceder, para que se produzcan frutos donde antes no había nada más que aridez y sequía. Y para eso hay que tener valor y aceptar el cansancio del trabajo duro, hay que proveerse bien de los materiales necesarios mediante la oración y los sacramentos, hay que confiar en la gracia.

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