Y así como por obra de una virgen desobediente fue el hombre herido y murió, así también, el hombre fue reanimado por obra de una Virgen, que obedeció a la Palabra (San Ireneo de Lión)
Jefté ganó la batalla y regresó a su casa decidido a cumplir su promesa. La primera en salir a recibirlo fue su hija. Era hija única. “Al verla, rasgó Jefté sus vestiduras y exclamó: ‘¡Ay, hija mía, me has destrozado por completo y has causado mi ruina! He hecho una promesa al Señor y no puedo volverme atrás’…”. Cuando su hija supo la promesa que había hecho, sólo pidió una cosa antes de cumplirla: “llorar mi virginidad” (Jueces 11, 34-37).
Hubo un tiempo, en el Antiguo Testamento, en el que la virginidad era una maldición. Era un sacrificio, porque la maternidad representaba la fecundidad y la bendición de Dios sobre una mujer y su familia. Lo que entonces era un castigo, en María se ha tornado en motivo de alegría. La virginidad, en el Nuevo Testamento, es fecunda.
Era necesario que virgen fuera la Madre de Jesús, porque si el primer Adán fue modelado, por las manos de Dios de una tierra virgen, que no había sido labrada por mano del hombre, también el nuevo Adán, Cristo, tenía que nacer de una Virgen. Pues igual que el pecado entró en el mundo por una mujer, también por medio de una mujer entraría la salvación. En el sí de María está el no de Dios al pecado y a la muerte, porque no podía dejar que el hombre, llamado a la vida y a mostrar la imagen y semejanza del Creador, fuera destruido por el poder del diablo.
En María contemplamos aquella santidad a la que todos estamos llamados. Sin pecado, la Virgen es la llena de gracia, que preserva el corazón para que sea morada del Espíritu Santo y engendrar al Verbo. Así también es posible para cada creyente, obediente a la Palabra, una fecundidad de la vida de gracia, que hace al cristiano libre. Aquel que, como María Virgen, recibe el Espíritu Santo engendra en su vida al Verbo. Se configura a imagen de Cristo.
María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella ‘enemistad’, de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. En este lugar ella, que pertenece a los ‘humildes y pobres del Señor’, lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella ‘gloria de la gracia’ que el Padre ‘nos agració en el Amado’, y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios. Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella ‘enemistad’ con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura[1].