He compartido mesa con un afamado escritor, de raíz anticatólica, que en su caso no es bufanda de progre, sino seña de identidad, aunque me da a mí que este novelista no se come a los curas crudos porque en el fondo es vegetariano. Me explico: el hombre en cuestión es entrañable, una especie de remanso con chaleco que desprende sosiego de estufa.

Es también periferia, y por eso me alegro de haber tomado pan junto a él, porque la periferia no es lugar donde al cristiano le parten la boca, sino el espacio en el que debe de hablar otro idioma sin perder el acento católico. Es decir, ser uno de los suyos sin serlo. En la periferia es importante no parecer extranjero ni recién llegado para que te hagan un hueco junto a la lumbre.

El escritor me lo hizo y mientras charlábamos, me di cuenta de que, salvo en lo concerniente a la religión, estábamos de acuerdo en todo. De lo que colijo que, aunque no lo sepa, está más cerca de Dios de lo que cree. De hecho, me dio la impresión de que era como esos hijos que reniegan del padre, pero siguen paso a paso sus consejos. Y el padre, claro, sonríe para sus adentros.