Eva Fernández, filóloga reconvertida en periodista, trabaja en la radio desde hace más de veinte años, ha impartido clases de Redacción Creativa y Comunicación Radiofónica y es corresponsal de Cope en el Vaticano e Italia. Pudiéramos decir que estos son los destellos principales de su profesión. Pero hay tres rasgos que me han llamado la atención en su singladura periodística. El primero, la dedicatoria que ha puesto en las primeras páginas de su reciente libro El Papa de la ternura: "A mis padres que me enseñaron a deletrear la palabra ternura". El segundo, la excelente sintonía que realiza siempre entre las noticias y su visión de la realidad, que comenta en las páginas del semanario Alfa y Omega. Y un tercer rasgo personal que la retrata como persona de bien, alerta al detalle y al gesto noble, su sentido de la gratitud. Los compañeros de este periódico recibieron hace unos dias un correo electrónico desde Roma, con este texto: "Queridos compañeros: Soy Eva Fernández, corresponsal de Cope en Italia y querría pediros que hagáis llegar mi agradecimiento a Antonio Gil, por el artículo que publicó el pasado 7 de julio, recomendando la lectura de mi libro El Papa de la ternura. No nos conocemos de nada y para una autora novel como yo, ha sido una gran alegría encontrar este precioso comentario en vuestro periódico. Gracias de nuevo y buen verano. Saludos". Conmovedor, Eva, este bellísimo detalle de buscar la forma de hacer llegar unas líneas de gratitud al autor de un artículo que, efectivamente, hablaba de ti y de tu libro, que quise titular "La bella ciencia de las caricias". En realidad, era una frase tuya, en una linda metáfora sobre el tema que tratabas. Tienes ese arte periodístico de ofrecer "vino bueno", en "odres nuevos", como aconsejaba Jesús de Nazaret. En uno de tus últimos artículos periodísticos, nos ofrecías también una linda metáfora para aconsejarnos que no caigamos en "la enfermedad de la indiferencia".
Gracias de corazón, Eva. No es fácil encontrar la moneda de la gratitud en esta apasionante profesión. Tú, ciertamente, la llevas en el corazón.