Para dejar constancia del inmovilismo de la Iglesia el escritor recurre al lenguaje sabiamente maniqueo del que sabe que la galería de palco, el lector de izquierdas, requiere un esfuerzo mayor que la galería de gallinero, el asistente a mítines. De modo que sutilmente en su artículo se queja de que aquí, en España, el debate político respecto al catolicismo es siempre el mismo, pero cae en el error que critica al recitar punto a punto el discurso del buen progresista respecto a una Iglesia que edita, según expone, un libro a su imagen y semejanza. Esto es, feo, católico y sentimental. Lo que no deja de ser otro lugar común.