Una vez conocido y adorado nuestro Señor y Salvador Jesucristo, quien, para consolarnos a nosotros, yació entonces en un lugar estrecho y ahora está sentado en el cielo para elevarnos allí; nosotros, de quienes eran primicias los magos; nosotros, heredad de Cristo hasta los confines de la tierra, a causa de quienes la ceguera entró parcialmente en Israel hasta que llegare la plenitud de los gentiles, anunciémosle, pues, en esta tierra, en este país de nuestra carne, de manera que no volvamos por donde vinimos ni sigamos de nuevo las huellas de nuestra vida antigua. Esto es lo que significa el que aquellos magos no volvieran por donde habían venido. El cambio de ruta es el cambio de vida. También para nosotros proclamaron los cielos la gloria de Dios; también a nosotros nos condujo a adorar a Cristo, cual una estrella, la luz resplandeciente de la verdad; también nosotros hemos escuchado con oído fiel la profecía proclamada en el pueblo judío, cual sentencia contra ellos mismos que no nos acompañaron; también nosotros hemos honrado a Cristo rey, sacerdote y muerto por nosotros, cual si le hubiésemos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo queda que para anunciarle a Él tomemos la nueva ruta y no regresemos por donde vinimos (San Agustín. Sermón 202)
En la entrada previa a esta, me preguntaba si Cristo era nuestro líder. Líder de una fraternidad que sólo puede ser pequeña, ya que “pocos son los escogidos” (Mt 22,14). Hablar de Cristo como Rey, no se aleja mucho de esta visión. Cristo aparece ante nosotros como Rey del Universo: pantocrátor, todopoderoso. Su poder se manifiesta a través nuestra ya, cuando estamos unidos a El: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer” (Jn 15, 5)
Es un Rey un poco especial, ya que nos dijo que “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18, 36) y no reclama los bienes de este mundo para sí: “dad Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21). Entonces ¿Qué es lo que reclama de nosotros?
Cristo nos convoca de muchas formas, a los Magos de Oriente los llamó a través de la ciencia, a los Apóstoles los encontró uno a uno, al Buen Ladrón, lo encontró en la Cruz, a Zaqueo subido en un Sicómoro, a la Samaritana cuando buscaba agua en un pozo, etc. Podemos decir que a cada uno de nosotros nos encuentra en un momento y un lugar diferente. La evangelización nunca puede ser una obra de masas ni de grandes medios de comunicación. Es una obra que suma personas, una a una, haciendo que cambien su vida.
Lo interesante del comentario de San Agustín es cómo interpreta el cambio de camino de regreso de los Magos de Oriente: “El cambio de ruta es el cambio de vida”. Tras el encuentro personal con Cristo, siempre hay un cambio en el camino de nuestra vida. El encuentro marca un antes, un después y un futuro muy diferente. Si cada vez que nos acercamos a Cristo, volvemos por el mismo camino ¿Realmente nos hemos encontrado con Él? En la homilía de Santa Marta del pasado viernes, el papa Francisco nos señaló un aspecto interesante de nuestra rutina religiosa: ir al templo y salir tal como entré.
“Nuestros templos, ¿son lugares de adoración, favorecen la adoración? ¿Nuestras celebraciones favorecen la adoración?”. Jesús echa a los “mercaderes” que habían tomado el Templo por un lugar de comercio, antes que de adoración. Pero hay otro “Templo” que hay que considerar en la vida de fe. San Pablo nos dice que nosotros somos templos del Espíritu Santo. Yo soy un templo. El Espíritu de Dios está en mí. Y también nos dice: ‘¡No entristezcáis al Espíritu del Señor que está dentro de vosotros!’ ”.
Quizás en el templo de nuestro corazón hay demasiados mercaderes. Tantos mercaderes, que el Rey queda oculto e inaccesible tras ellos. Hay que tener valor para tomar una cuerda y echar a tantos mercaderes que nos rodean. Encontrarnos con Cristo Rey no puede ser una rutina social que repetimos cada domingo. El verdadero encuentro con el Señor se realiza en el Templo que somos nosotros mismos. El encuentro es lo que desencadena que nos arrodillemos y le ofrezcamos el único tesoro que llevamos siempre con nosotros: nosotros mismos.