Es mi propósito presentarles en los próximos días una brevísima historia bíblica del pueblo judío hasta los tiempos de Jesús, en apenas tres artículos, en los que el detalle se sacrifica en detrimento del conjunto, por lo que no esperen Vds. encontrar datos que sin duda conocerán, y que pretende más bien enmarcar los momentos estelares de su existencia. Una historia que comenzamos con esta entrada y que es obligado iniciar con el “padre fundacional” del pueblo judío, que no es otro que Abraham.
Quiere la tradición hebrea recogida por escrito, -y esto es una de las características que más singulariza al pueblo judío, lo pronto que toma conciencia de la necesidad de fijar por escrito su propia historia, que eso y no otra cosa es en lo que la Biblia consiste- que todos los judíos tengan un padre común y único: nos estamos refiriendo al patriarca de los patriarcas, Abraham. A Abraham (n.2164-m.1990 a.C. según la mitología judía), descendiente de Sem, hijo de Noé, y cuyo nombre podría significar en hebreo “padre de multitudes”, se refiere el primero de los libros del Antiguo Testamento, el Génesis, a través del cual sabemos que nace en Ur de los Caldeos, en Mesopotamia, en la desembocadura del Éufrates, en el actual Irak, y que estaba casado con Sara; que ésta era estéril, razón por la cual Abraham, en busca de la que para un judío es irrenunciable descendencia, yace con la esclava de su mujer Agar; que de ésta tiene un hijo, al que llama Ismael; y que llegado un momento, Dios se apiada de Abraham y de Sara, se manifiesta a aquél, y le informa de que Sara va a quedar embarazada, dando a luz a un hijo al que llamarán Isaac por el que continúa la Alianza que Dios sella con Abraham y de la que es el sello la circuncisión de los varones. Junto con Abraham, que tiene entonces 99 años, es circuncidado su hijo Ismael, que tiene 13, pero no todavía Isaac, que aún no ha nacido y que sí será, sin embargo, el primer judío circuncidado a los ocho días de su nacimiento, como será precepto en adelante.
Este Isaac, a su vez, casa con Rebeca de la cual tiene dos hijos, Esaú y Jacob. Después de relatar toda la vida de este último, que incluye el célebre episodio del engaño a su anciano padre haciéndose pasar por su hermano Esaú al que ha comprado la primogenitura por un plato de lentejas, -el vocablo “Jacob”, de hecho, podría provenir del hebreo agab=engañar-, nos informa la Biblia que, de cuatro mujeres diferentes, las hermanas Lía y Raquel y sus respectivas esclavas, Jacob -que es por el que circula la sangre de la judaidad- tiene doce hijos, cada uno de los cuales tiene a su vez, una nutrida descendencia, origen de lo que luego se dará en llamar “las doce tribus de Israel”.
Uno de esos hijos, el penúltimo, es José, el cual, por ser el favorito de su padre, es también el envidiado de sus hermanos, que lo venden a unos mercaderes, los cuales lo llevan a Egipto (reina la XV dinastía), donde el muchacho hace fortuna y llega a convertirse en favorito del Faraón. Por lo que hace a sus hermanos, ante la extraordinaria sequía que afecta las tierras en las que se establecen, tienen necesidad de emigrar, haciéndolo a Egipto, donde de manera totalmente inesperada, se encuentran al hermano José, quien a pesar de las afrentas sufridas de ellos, los acoge hospitalariamente-
Sin embargo, el devenir del pueblo judío en Egipto no le será favorable, y en poco tiempo, se verá reducido a la esclavitud. Y aquí es donde aparece otro de esos personajes emblemáticos de la historia judía: nos referimos a Moisés. Moisés (s. XIII a.C.), cuyo nombre podría significar “salvado de las aguas”, es hijo de unos esclavos judíos de la tribu de Leví, y por ser varón, de acuerdo con las órdenes del Faraón, que teme la facilidad con la que se reproducen los judíos, debería haber sido muerto. Para salvarlo, su hermana Miriam (mismo nombre de la madre de Jesús) lo arroja en una canasta al Nilo, yendo a recalar adonde la hija del Faraón se baña con sus doncellas. Apenado por la suerte del niño, la hija del Faraón lo prohija, y con tan buena fortuna, que Moisés halla el favor real y, como su antepasado José, llega a primer ministro del Faraón.
Desde tal posición, Moisés toma conciencia del mal pasar de los de su raza, y apoyado por Yahveh, que se apiada de su pueblo, acepta liderar su liberación. Tras producirse las diez plagas de las que habla el Exodo, con las que Yahveh castiga al Faraón por no acceder a liberar a los judíos, aquél transige y les deja abandonar Egipto, poniendo punto final a una larga estancia que ha durado cuatrocientos años.
Lo que viene luego es un largo peregrinar por el desierto, nada menos que cuarenta años, durante los cuales, Yahveh provee por su pueblo, y durante los cuales, se sella también la alianza entre Dios y los judíos mediante la entrega de las tablas de la Ley. Es en este momento cuando se perfeccionan algunos de los ritos que los judíos han venido respetando hasta la fecha: la celebración de la pascua, el sabath y otros. Y es en este momento también en el que, o de la pluma de Moisés como quiere la tradición, o lo que es más probable, de su inspiración, nace la ley judía, materializada en el Pentateuco (al respecto, ver cuestión 2).
Moisés es el gran profeta del judaísmo. Su posición en él es tan preponderante, que su figura no merma en modo alguno en importancia cuando pasa a los textos sagrados de las dos religiones que en el futuro, nacerán del tronco común judío: cristianismo e islam. En los evangelios, Moisés registra una importante actuación al aparecerse a Jesús en el episodio de la transfiguración (cfr. Mt. 17, 1-8, similar a Mc. 9, 2-8 y Lc. 9, 28-36) y Jesús le cita en no pocas ocasiones. En cuanto al Corán, Moisés es, después de Mahoma, el profeta más importante de la revelación.
©L.A.
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