Pilar Primo de Rivera conoció en persona a Fernando Monguió Becher, un joven falangista de diecinueve años fusilado junto con Julio Ruiz de Alda y Fernando Primo de Rivera en la cárcel Modelo, la funesta noche del 22 de agosto de 1936. Pero Becher, a diferencia de sus infortunados camaradas, vivió para contarlo…
Es una de las revelaciones de mi libro La pasión de Pilar Primo de Rivera (Plaza y Janés), que acaba de ponerse a la venta en toda España.
La terrible noticia de los fusilamientos llegó a oídos del ministro de Gobernación, el general Sebastián Pozas, que envió de inmediato varios coches con guardias de Asalto a la Modelo. Cesaron los disparos de las ametralladoras y los mosquetones, pero en la arena de los patios yacían, como en los coliseos romanos de los primeros siglos de persecución del cristianismo, los muertos y heridos cuyos lamentos percibieron incluso los vecinos de las casas utilizadas por los francotiradores para perpetrar su masacre.
No acabó ahí la horripilante matanza. Las ametralladoras y los fusiles volvieron a emplearse para asesinar ahora lejos de la vista del público espantado, llevadas hasta los sótanos abandonados por los “vagos y maleantes” que habían escapado en cuanto se olieron la chamusquina.
Allí mismo condujeron a Becher. Colocado frente a una fila de mosquetones, el infeliz encaró, abnegado, la muerte. Instantes después, una salva de siete disparos le hirió en brazos y piernas; siete disparos con incontables orificios de entrada y salida por donde la sangre manó a borbotones.
El cuerpo de Becher cayó desplomado al suelo, entre cadáveres y heridos agonizantes, acosados hasta por las ratas inmundas en medio de la sangría.
Su instinto de conservación pudo entonces más que todo el sufrimiento del mundo. Becher tuvo el valor y los reflejos suficientes para hacerse el muerto sin exhalar un solo gemido. “Si quieres estar vivo, hazte el muerto”, pensó.
Pistola en mano, uno de los milicianos se acercó a la pila de cuerpos ensangrentados para asestarles el “tiro de gracia”. Cuando le tocó el turno a Becher, su revólver, providencialmente, se le encasquilló. Dándole por muerto, el verdugo desistió.
Entre cadáveres pasó varias horas Becher hasta que amaneció. Vivo aún de milagro, tras haber perdido mucha sangre, su amigo y camarada Fernando Reyes (años después teniente de la División Azul) pudo salir de la Modelo como súbito mexicano y avisar a la madre del moribundo, que enseguida obtuvo un pasaporte austríaco para su hijo con el que éste pudo abandonar también la cárcel.
Poco después, Becher consignó en su Diario:
“Y miedo. ¿No se siente miedo a abandonarlo todo cuando las bocas de los fusiles le señalan a uno con su dedo redondo? ¿Se reza?
“Miedo se siente antes. Los días antes de que todo pueda suceder. Es como si un hierro candente taladrara las entrañas. Creo que eso fue lo que sentí cuando se produjeron los primeros disparos, y un miedo terrible a dejar de ser.
“Luego, cuando me coloqué de espaldas a la pared, era ya como un mecano. Toda mi capacidad de reacción estaba anulada. Después que pasó todo, cuando marché a Alemania para reponerme, fue cuando más miedo sentí. Y entonces yo, que soy católico, fui y me confesé”.
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