El Sábado Santo está lleno del silencio y la espera de María. La Iglesia se aferra en este día extraño, sin Eucaristía, a la Madre a la que ha sido confiada al pie de la Cruz de su Señor. Y con ella purifica su espera y aguarda el limpio gozo de la mañana de Pascua.
Adrienne von Speyr (1902-1967), la célebre mística, hija espiritual y colaboradora del teólogo Hans Urs von Balthasar, tiene páginas profundas y conmovedoras sobre María, en los misterios de su vida. Proponemos para la contemplación de este día un pasaje de su obra La Esclava del Señor:
“Desde el Viernes Santo la Madre sufre por una nueva espera. La pasión del Hijo ha terminado ya y ella le ha acompañado hasta el final. Ha saboreado el abandono y la derelicción. Y sin embargo sabe que su Hijo es Dios y como tal sobrevivirá a toda destrucción, a toda muerte. María no puede imaginarse la resurrección ni puede adivinar lo que ocurrirá en el futuro. Sólo tiene la fe, una fe que es más fuerte que la muerte. Y sabe también que el Hijo existía ya antes de que ella lo trajera al mundo. El Niño no había sido creado en la concepción. El Hijo eterno, que existía desde siempre, había descendido a su seno. Gracias a esto comprende que ni siquiera la muerte puede poner término a su vida. El Hijo vivía antes de que ella lo llevase dentro de sí y vive también ahora, después de haber desaparecido trágicamente".
"En la mañana de Pascua, como antaño cuando la aparición del ángel, María es pura apertura, pura espera. No espera una aparición determinada. Pero su fe es tan abierta que puede tener lugar cualquier aparición. Y he aquí que el Hijo se presenta ante ella revestido de su gloria divina, llenando el espacio de su fe con una plenitud humanamente inimaginable. No solamente llena el vacío que hay en ella sino que la colma infinitamente, como sólo la divinidad puede colmar toda espera humana. Su primer sí al ángel, su primera alegría por la concepción, su primer júbilo en el Magnificat no son más que un modesto comienzo humano en comparación con esta tempestad del sí pascual y con este fuego del nuevo Magnificat. El primer sí al ángel implicaba grandes responsabilidades para el futuro. Había sido pronunciado con un inmenso gozo, pero también con todo el peso de la futura pasión al fondo: el precio que tendría que pagar por esta alegría de la concepción. Pero el gozo del nuevo sí es tan grande, tan radiante, que María puede contemplar como desde lo alto de una cima todas las penalidades y separaciones pasadas e incluso las que quizá todavía le quedan por vivir. La misión terrestre de la Madre todavía no ha terminado: María tendrá que seguir ejerciendo su misión maternal en medio de los apóstoles y en la Iglesia naciente. Pero esta prolongación carece ahora de importancia ante la perfección de la mutua plenitud de Madre e Hijo en la alegría de la Pascua. María había podido pronunciar y formar su primer sí, y expresarlo en el canto del Magnificat. Pero su nuevo sí es inefable: desemboca en el sí eterno de Dios como un río en el mar, para integrarse e identificarse con él; es un grito de júbilo que está más allá de toda palabra”.
Adrienne von Speyr, La Esclava del Señor, Ediciones Encuentro, 1991, pp. 127-128.
Juan Miguel Prim Goicoechea
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