Más que duro o comprensivo, podríamos decir que era coherente. Coherente en cuanto a la doctrina que enseñaba y coherente en cuanto al amor que ponía en el trato con quienes se acercaban a Él.
Lo que sí debemos dejar bien sentado es que no engañaba a nadie en cuanto a las exigencias del evangelio que proclamaba ni en cuanto al esfuerzo que había que hacer para seguirle. A sus seguidores no les va con promesas de bienestar o con ventajas de cualquier signo. Les plantea con toda claridad las exigencias de la vida nueva que propone, totalmente entregada a su servicio y que llega a la renuncia a todo lo demás, incluso hasta la renuncia a la propia vida.
Se exigía a sí mismo la máxima fidelidad y obediencia al Padre. Pero, con respecto a los demás, comprendía, animaba, perdonaba. No cambiaba las exigencias de la nueva ley del amor, ley que llevaba a la práctica hasta las últimas consecuencias. Tampoco disimulaba. Era incómodo para unos y atrayente para otros. Más que duro, tremendamente fiel al Padre. Duro con los de| mala voluntad, con los fariseos, con los que ni entraban ni dejaban entrar, con los que impedían que Dios fuera escuchado, con los que tergiversaban la palabra de Dios.
Es aquello de la puerta angosta y del camino estrecho, de que quien no sea capaz de renunciar a su padre y a su madre y a sus bienes e, incluso, a su vida por Él, no es digno de Él. Habla de perder y de reencontrar la vida, de una vida nueva, de que perseguirán a sus discípulos como lo han perseguido a Él. En fin, no se andaba por las ramas ni iba con rodeos.
Sencillamente se nos presenta como modelo y nos invita a seguirle. En la última cena hará simbólicamente como un resumen de lo que debe ser la vida de quien quiera seguirle; después de lavar los pies a sus apóstoles, les dirá que hagan lo que Él acaba de hacer, es decir, que se laven los pies unos a otros; en otras palabras, que se sirvan unos a otros. Y les dirá que en eso conocerán que son discípulos suyos: en que se aman unos a otros como Él les ha amado, dando la vida unos por otros.
Sin embargo, y a pesar de estas exigencias, cuando se trata de perdonar y de acoger, nadie lo hace con tanto cariño y comprensión como Él. La adúltera, la pecadora, la samaritana, el mismo Judas, el buen ladrón, encuentran en Él una mano tendida. Comprensivo, pero sin justificar posturas incorrectas. A la mujer adúltera y a la pecadora que le unge los pies, no les dice que lo que hicieron no tiene importancia. A una le dice: «ve y no peques más»; y a la otra: «se le ha perdonado mucho». A Judas: «amigo, ¿con un beso me entregas?». A la samaritana: «siete maridos has tenido y el que tienes no es tu marido».
En otras palabras, nunca da por bueno lo que es incorrecto. Invita a seguir hacia metas elevadas. Incluso cuando le preguntan sobre lo lícito, no se queda en la mera licitud, sino que amplía el campo de actuación. No vale encerrarse en las propias posturas ni en una actitud de cumplimiento. Siempre hay una invitación a ir más allá, a adentrarse por el camino de la entrega incondicional en el servicio a Dios y a los hombres. Que todos tengan clara la meta. Y la meta es siempre la misma, sin acomodaciones a situaciones concretas de bienestar o de autosatisfacción.
Con este mismo Cristo nos encontramos cada día. Que es comprensivo contigo, conmigo y con cualquiera, es claro. Pero se trata de una comprensión con respecto a aquel que es consciente de su pecado y se acerca confiadamente a Él sin aires de autosuficiencia y dispuesto a reemprender la amistad. Pero ver en Cristo a ese amigo inocentón con cuya amistad se puede jugar, de eso, nada.
Él ha dado su vida para salvar a todos los hombres y está pendiente de la realización de esa su obra. Y para ello, cuenta contigo como amigo, aparte de ofrecerte la salvación. Piensa si eres capaz de renunciar a cualquier cosa para seguirle, tanto en el caso de que no le estés siguiendo corno en el de que le estés siguiendo un poco a medias. Piénsalo en serio. Vale la pena.
José Gea