“Y que resuciten los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’. No es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”. (Lc 20, 37-38)
Conviene esta semana revisar nuestra fe en la Resurrección de Cristo y en la propia resurrección. Es importante en estos tiempos de tanta confusión tener bien claras las ideas y asumir sin ninguna duda la doctrina oficial de la Iglesia, basada en la revelación enseñada por Cristo y en la propia experiencia del Maestro, que murió y resucitó de entre los muertos.
Pero es importante también estar de verdad vivos aquí en la tierra, mientras esperamos y proclamamos la existencia de la vida eterna en el cielo. Para lograrlo, tenemos que intentar llevar aquí una vida que sea de verdad “vida” y que no sea una especie de compromiso entre la vida de la gracia y la vida del pecado, una especie de tibieza que al final haga que no seamos ni de unos ni de otros. No lo olvidemos, a los tibios Dios los vomita.
Seamos, pues, hijos vivos del Dios vivo, a base de tener amor en nuestro corazón y en nuestras manos. Si nosotros hacemos daño al prójimo, si obramos mal o dejamos de obrar bien, entonces los demás dirán que los seguidores de Cristo no son generadores de amor, sino de pecado, y se lo apuntarán a la cuenta del Señor, haciéndole a Él responsable de nuestras faltas. Si, en cambio, obramos de manera coherente con nuestra fe, entonces llamaremos la atención al menos de algunos, que quizá se sientan interesados en profundizar en una religión practicada por gente buena que brilla como luz en un mundo cada vez más sumido en la oscuridad.
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