Hace unos cuantos años, no muchos, un fotógrafo captó para la prensa el lance de un toro con malas pulgas al que el presidente de un banco importante de España recibió a porta gayola a su pesar. El morlaco, que acababa de salir de toriles, saltó con brío de juventud la barrera y se quedó a un tris de embestir al preboste, al que retrató el reportero gráfico con cara de pánico. Aquella instantánea revelaba la debilidad del poder, condensada en la imagen de un hombre acostumbrado a las moquetas, al cinco bajo par y al Ibex a punto de preguntar por el servicio de caballeros a causa del brinco imprevisto de un astifino con ganas de bronca.

Si recuerdo esta anécdota hoy es porque al acabar la misa un grupo de jóvenes ha pedido a la feligresía que ayudara al millón y medio de desplazados sirios mediante la compra de una flor de Pascua. También porque, apostado a la entrada de la Iglesia, un hombre aún joven pedía la voluntad y porque, ya en casa, una anciana viuda me ha solicitado trabajar como asistente doméstica.  Los poderosos creen que nada va con ellos, pero el susto de un banquero en Las Ventas les sitúa en el mismo plano que los que viven el día a día cercados por la dehesa.