Non omnis moriar (Horacio)
Hay una resistencia natural a pensar que todo se acaba en esta vida. Queremos vivir y vivir para siempre y, por eso, pensar que tras la muerte no hay nada, provoca un vacío grande en el corazón. Uno quiere pensar que todo lo que ha hecho en esta vida tendrá sus frutos, que no todo cae en saco roto.
Por otra parte, como le sucedía a aquel hombre, cómo pensar que nunca más voy a volver a encontrarme con las personas a las que aquí, en la tierra, he amado. Buscamos un amor verdadero, que perdure más allá de la muerte.
Y, además, si todo termina en esta vida caemos en el absurdo. ¿Cómo se podría hacer justicia a los que han muerto? ¿El verdugo tendría el mismo final que su víctima inocente? ¿Tienen el mismo final quien ha pasado por la vida sembrando mal y quien ha pasado sembrando el bien? Si esto fuera así, nada tendría sentido.
Ahora bien, no basta con que la vida eterna sea simplemente una idea piadosa. No es suficiente sólo un recuerdo estupendo de los que me han amado, o una placa conmemorativa, o una calle dedicada. Tiene que ser algo más y algo real.
Tampoco me basta con pensar que me voy a reencarnar o que yo ya soy la reencarnación de alguien del pasado. ¿Por qué tengo que cargar con las culpas de otro? ¿Por qué tengo que ser el medio de purificación por los males cometidos por otro? Cada persona es una e irrepetible y, para los creyentes, amada en exclusividad por Dios.
Si Dios esta en el origen de mi existencia, ¿no estará también al final? Si Dios me ha creado por amor y me ha sostenido con su amor, ¿no podré esperar que ese amor sea pleno cuando me vuelva a encontrar con Él?
Muchos atardeceres, al ganarme el sueño, aguardaba encontrarte en la mañana que nunca tiene fin. Pero sólo Tú, Señor de mi vida y enfermedad, sabes cuándo es el día que jamás tendrá ocaso. Mientras tanto, déjame que no te deje y que dé gracias porque cada instante es un milagro en la espera de otro mayor; la vida eterna, vivir contigo.
Me abandono, enfermo y débil, en tus Manos, que me hicieron, y en las de los hermanos que en el camino del dolor me comunican tu calor. Tus Manos están llenas de misericordia. En ellas me refugio y en ellas me escondo con todos los que sienten el anuncio de que la vida terrena es el comienzo de la otra, en la que la enfermedad y la muerte quedan para siempre vencidas.
Gracias, Señor de mi vida y mi enfermedad, porque me has enseñado que tu gracia vale más que la vida, que la frialdad de la muerte no dejará que se apague el fuego de tu Amor. (Eugenio Romero Pose, Obispo)