“Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse” (Lc 15, 4-7).
La de la “oveja perdida” es una buena parábola para expresar el amor de Dios, aunque quizá debería llamarse la del “pastor tenaz” o la del “pastor responsable”. En realidad, es la historia de la relación entre Dios y el hombre. Nosotros siempre estamos queriendo saltarnos las barreras del redil para comer una hierba que parece más rica que la que nos ofrecen en la casa del Padre. Dios está siempre yendo tras de nosotros para evitar que nos hagamos daño en nuestras escapadas. Sólo que hay veces en las que el Señor no puede evitar que nos perjudiquemos, pues tiene que respetar nuestra libertad. Entonces, cuando las consecuencias de nuestras malas acciones caen sobre nosotros, es cuando nos damos cuenta de que en la casa del Padre se estaba mejor. Entonces es la hora de volver y también la hora de ayudar a volver a los que estaban, como nosotros, fuera del redil.
Conviene hacer aquí una reflexión sobre la confesión -o, lo que es lo mismo, sobre la vuelta a casa-. Normalmente el católico se confiesa para encontrar la paz de conciencia, para restaurar la amistad con Dios rota por el pecado, para no temer la llegada de la muerte y del juicio personal. Estos motivos son válidos, pero son un poco egoístas. Es como si un hijo alejado durante mucho tiempo de la casa paterna, decidiera volver a ella sólo porque allí se está mejor. Hace falta fijarse en la otra parte: el Padre. ¿Cómo está Él? ¿Qué siente en nuestra ausencia y qué va a sentir con nuestro regreso? La parábola de la oveja perdida lo describe muy gráficamente: siente más alegría que por los que no han pecado. Confesémonos, pues, para darle una alegría merecida a Dios. Que volver a casa y ayudar a otros a volver sea por amor.