Te has ido, amigo del alma, con premeditación y alevosía. Me avisaste ya al término de la charla sobre el Padre Pío, en Jesús de Medinaceli, hace ahora tres años. Llevábamos veinticinco sin vernos, desde que acabamos los estudios en la Universidad, y me buscaste al término de la conferencia para comunicarme tu lapidaria sentencia:
-Chema, me estoy muriendo.
No pude retener mis lágrimas.
-Lo siento, Juan Ramón, pero soy bastante más débil que tú... -acerté a decir.
Y tú añadiste, con una paz admirable, asumiendo la voluntad de Dios:
-En la última operación me abrieron en canal para derramar "quimio" a granel y matar todas las células malignas; me extirparon también parte del hígado... ¿Sabes, Chema, por qué no quiero morirme...?
-Tú dirás...
-Lo único que me importa es dejar solos a mi esposa y a los niños [de 11 y 8 años entonces], y por supuesto a mis padres, de quienes me ocupo yo.
-No te vas a morir -osé decirle.
-Pero los médicos, ya sabes cómo son, me han dado un cinco por ciento de posibilidades de seguir con vida...
Rezamos, desde entonces, la Novena al Padre Pío sin desfallecer: Juan Ramón, su familia, la mía, sus amigos... Hasta el pasado martes, en que expiraste tras ofrecer todos y cada uno de tus incesantes dolores, que ni siquiera la morfina ni la sedación hicieron desaparecer durante tu calvario.
La última vez que hablamos, amigo del alma, volviste a hacerme llorar, y tú tan entero como siempre:
-Estoy ofreciendo parte de mis dolores para que vendas muchos libros...
Te empeñaste en salvar muchas almas y seguro que lo has conseguido. Has muerto santamente con fortaleza y valentía admirables. Las mismas que el Señor te ha dado para morir de Amor a Él y a los demás.
Sólo te preocupaba una cosa al final: que tus hijos, menores de edad, perdiesen la fe al no entender humanamente tu destino. Pero ahora, amigo del alma, tú se lo harás entender desde Arriba... junto con el Padre Pío.
Te querré siempre, Juan Ramón, por la soberana lección que me has dado y porque ya eres, desde el Cielo, mi intercesor.
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