No patenté nada, por supuesto, entre otras cosas porque era una nulidad en ciencias, así que para salir del montón recurrí a la teología, especialidad que creía dominar porque como buen chico de izquierdas tenía una predisposición natural a comerme cruda a la Iglesia con frases hechas, que es a lo más que llega un cerebro inmaduro. El catálogo de la obviedad lo utilicé en las constantes discusiones que, ya en BUP, mantenía con don Eduardo Moya, mi profesor de Religión, sacerdote jocoso que replicaba a mis previsibles golpes de revés con la suavidad con que Nadal devolvería la pelota a un párvulo.
Don Eduardo, que entonces y después me ayudó mucho, en todos los sentidos, acaba de morir sin que yo lo supiera. Y no porque la muerte le haya llegado de improviso, sino porque tengo la mala costumbre de no seguir el día a día de quienes han hecho por mí maravillas. De modo que le pido disculpas por el olvido y, ya que estoy, le doy la enhorabuena por su nuevo destino. Al fin y al cabo, hablar con Dios cara a cara es lo más: “Dime Eduardo, hijo ¿Cómo te tratan aquí?”.