El País reprocha a los dirigentes políticos más conspicuos de la izquierda sudamericana, los presidentes de Nicaragua, Venezuela y Ecuador, su catolicismo militante porque no cuadra con lo que aquí se espera de los herederos del Che, esto es, mandatarios en guerra permanente contra el soldadito boliviano y contra Dios nuestro Señor. Está claro que el periódico no entiende que desde una perspectiva cristiana el progresismo no es un signo de modernidad, sino un compromiso moral con los débiles que hunde sus raíces en el derecho natural, o sea, en el origen de los tiempos, y que se proyecta hacia el futuro al modo en que la siembra se proyecta hacia la siega.
La diferencia entre ambos modelos de progresismo queda patente en la forma en la que afrontan la cuestión del legrado. Hay pocas cosas más progresistas que una madre, cuna de los descamisados, pero en España el progresismo cursa como un modelo de conducta que prioriza favorecer el aborto a ceder el asiento a las embarazadas, mientras que en Latinoamérica la progresía sabe que gracias a la vida, es decir, gracias a Dios, uno nace o se hace de izquierdas.