A Eliot, el premio nobel de literatura y autor, entre otros libros, del magnífico "Asesinato en la catedral", pertenece esta frase: "Están intentando un experimento. Construir un mundo sin Dios. Fracasarán, pero mientras tanto el mundo que conocemos se caerá a pedazos y lo mejor que podemos hacer es salvar a nuestras propias familias".
Aquella frase, pronunciada hace ya muchos años, se muestra cada vez más real. El 28 por 100 de las "familias" francesas están formadas por una sola persona, si es que a eso se le puede llamar familiar. Y en Italia, por ejemplo, las "familias" que más crecen son las de ese tipo. No aguantamos la convivencia y según pasan los días se vuelve más verdadera aquella afirmación del ateo y comunista Sartre, para el cual "el infierno existe, pero el infierno está aquí. El infierno es el otro". El otro, el prójimo, como infierno y, por lo tanto, como alguien de quien huir y no como alguien a quien amar y con quien convivir. A esto nos está conduciendo esta sociedad, cada vez más soberbia, cada vez más ególatra, cada vez más inhumana.
Nosotros, los católicos, tenemos sin embargo una triple dicha. Primero, la de saber que la familia es un don, es la solución, es el lugar donde poder encontrar la ansiada felicidad, porque creemos y experimentamos la verdad que se encierran en aquellas palabras del Génesis: "No es bueno que el hombre esté solo". Segundo, tenemos la fortuna inmensa de contar con una ayuda de Dios especial, la del sacramento del matrimonio, para poder llevar a cabo una empresa que, si siempre tuvo dificultades, hoy las tiene aún mayores: la empresa de la vida familiar, unida y estable, para toda la vida. Tercero, por si fuera poco lo anterior, sabemos que cuando fallamos, cuando no somos capaces de dar la medida de amor que el Señor y nuestros prójimos más próximos esperan de nosotros, es el propio Cristo el que se nos acerca para levantarnos con su infinita misericordia.
Por eso, el Papa ha pedido a los miembros del Pontificio Consejo para la Familia, que no duden, que no dudemos, pues desde hace años tengo el honor de formar parte de este Dicasterio vaticano, en proponer "a todos, con respeto y valentía, la belleza del matrimonio y de la familia iluminados por el Evangelio". Defender hoy la familia es lo más urgente e importante que podemos hacer por la sociedad y, por supuesto, la primera etapa de la labor evangelizadora, pues si la familia se rompe sus miembros -viejos o nuevos- van a tener más difícil entender un mensaje, el del Evangelio, que empieza por decir que Dios nos ama como un Padre y que nos ha dejado a María como a una madre, a la vez que se nos invita a amarnos entre nosotros como hermanos. Cristo mismo lo entendió así y por eso su primer milagro, no hay que olvidarlo, fue para ayudar a una familia en apuros, la de Caná, consciente de que salvando la familia empezaba ya a salvar a la humanidad. Empecemos, como decía Eliot, por intentar salvar, con la ayuda de Dios, a nuestras propias familias y luego ofrezcamos a los demás el espectáculo de una vida donde el otro es una puerta para el cielo y no una escalera hacia el infierno.
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