Cuenta José Saramago que recibió la noticia de que le habían concedido el Nobel de literatura en pleno vuelo. Con la alegría en el cuerpo y el vals de las mariposas en el estómago bajó del avión cuando ya no quedaban pasajeros ni tripulación. Asegura, sin embargo, que mientras atravesaba el pasillo en soledad sopesó con tristeza de fado la posibilidad de que fuera el último hombre en el mundo, de que no hubiera con quien compartir la buena nueva, de que el premio no tuviera una proyección anímica en los demás, de que el galardón, en suma, no valiera para nada. Al fin y al cabo nadie brinda con su propio ombligo.

Viene a cuento esta anécdota del escritor portugués porque en ocasiones el católico actúa en sentido inverso al de Saramago. Esto es, consigue a diario el Nobel de teología y no se asoma al balcón para pregonarlo. Antes bien, se hace invisible, desaparece, como esos ganadores del euromillón a los que nadie pone cara. De  modo que en lugar de compartir la felicidad del encuentro guarda para sí a Dios, como un coleccionista anónimo de la fe que equiparara los lirios del campo a los girasoles de Van Gogh.