Que Jesús profetizó la destrucción del Templo -una profecía que, por cierto, tuvimos ya ocasión de analizar y con ella sus importantes consecuencias (pinche aquí si desea conocerlo)- es un hecho conocido del menos versado de los lectores del Evangelio. Mateo lo narra así:
“Cuando salió Jesús del Templo, caminaba y se le acercaron sus discípulos para mostrarle las construcciones del Templo. Pero él les respondió: ‘¿Veis todo esto? Yo os aseguro: no quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida’” (Mt. 24, 1-2).
Marcos así:
Al salir del Templo, le dice uno de sus discípulos: ‘Maestro, mira qué piedras y qué construcciones’. Jesús le dijo: ‘¿Ves estas grandiosas construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea derruida’” (Mc. 13, 1-2).
Y Lucas así:
“Como algunos hablaban del Templo, de cómo estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, él dijo: ‘De esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida’” (Lc. 21, 5-6).
Ahora bien, ¿era la profecía propia y exclusiva de Jesús? No, no lo era, porque en el Antiguo Testamento no faltan manifestaciones de la misma. La mayoría se refieren a la destrucción del Primer Templo, pero existe una, la llamada Profecía de las Setenta Semanas de Daniel, que se refiere a la destrucción del Segundo, es decir de aquél que conoció Jesús y aquél al que se refiere en las narraciones anteriores:
Daniel habría nacido hacia el año 600 a.C., es decir que tendría unos 15 años cuando el primer Templo es destruido en el año 587 a.C.. Privilegiado con una larga vida, probablemente centenaria, ve producirse la liberación del pueblo judío por el rey persa Ciro en el año 538, y ve levantar el segundo Templo, concluido para el año 515. Pues bien, he aquí su profecía construida sobre un sueño que le interpreta el Arcángel Gabriel en persona:
“Aún estaba yo hablando, rezando y confesando mis pecados y los de mi pueblo Israel, y presentando mi súplica a Yahvé mi Dios por su monte santo [el Templo]; aún estaba rezando mi oración, cuando Gabriel, el personaje que yo había visto antes en la visión, se me acercó volando a la hora de la ofrenda de la tarde. Y al llegar, me dijo: ‘Daniel, he venido ahora para infundirte comprensión. Desde el comienzo de tu oración se ha pronunciado una palabra y yo he venido a comunicártela, porque eres un hombre apreciado. Entiende la palabra y comprende la visión: Setenta semanas han sido fijadas a tu pueblo y a tu ciudad santa para poner fin al delito, sellar los pecados y expiar la culpa; para establecer la justicia eterna, sellar visión y profecía y consagrar el santo de los santos. Entérate y comprende: Desde que se dio la orden de reconstruir Jerusalén […] pasarán siete semanas y sesenta y dos semanas; y serán reconstruidos calles y fosos, aunque en tiempos difíciles. Pasadas las sesenta […] un príncipe que vendrá con su ejército destruirá la ciudad y el santuario. Su fin será un cataclismo y hasta el final de la guerra durarán los desastres anunciados. Sellará una firme alianza con muchos durante una semana; y en media semana suprimirá el sacrificio y la ofrenda y pondrá sobre el ala del templo el ídolo abominable, hasta que la ruina decretada recaiga sobre el destructor’” (Dn. 9, 20-27).
Que el pueblo judío vio en estas palabras el anuncio de la destrucción del Templo en el año 70 d. C. lo demuestran estas palabras escritas en el Libro de las Antigüedades escrito hacia el año 100 d. C. por Flavio Josefo:
“Se dio la circunstancia de que la desolación del templo ocurrió según la profecía de Daniel, producida cuatrocientos ocho años antes, puesto que preconizó que los macedonios lo destrozarían” (Ant. 12, 7, 6).
Más sorprendente aún los pasajes que intencionadamente he omitido arriba y sustituído por corchetes, los cuales deben leerse así:
“Entérate y comprende: Desde que se dio la orden de reconstruir Jerusalén, hasta la llegada de un príncipe ungido [vale decir, el Mesías], pasarán siete semanas y sesenta y dos semanas; y serán reconstruidos calles y fosos, aunque en tiempos difíciles. Pasadas las sesenta y dos semanas matarán al ungido sin culpa y un príncipe que vendrá con su ejército destruirá la ciudad y el santuario” (Dn. 9, 25-26).
©L.A.
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