El siglo de las luces, que es el minuto uno de la razón, es posible en parte porque tras un largo proceso evolutivo el cristianismo interpretó correctamente que su reino no es de este mundo. Lo que explica que la Ilustración no llegue precedida de una revolución directa contra la Iglesia, sino como la consecuencia lógica de la asunción del mensaje relativo al reparto de poderes con que zanjó Jesucristo el episodio de la moneda capciosa. Cierto que esto no se interpretó así en el XVIII, pero lo bueno de la historia es que, para que no se saquen conclusiones apresuradas, siempre suele dejar los finales abiertos.
El problema es que la Iglesia entendió el mensaje, pero el mundo, no. En nombre de la razón, el relativismo pretende ahora el imposible de acabar con el cristianismo sin que se resientan los cimientos de Europa. El relativismo se equivoca de rival. Su enemigo no es la Iglesia católica, sino él mismo. Las batallas que se libran ahora a las puertas de la vieja dama, en África y en Oriente próximo, aunque disfrazadas de guerras de religión, son guerras de civilización, por lo que, al socavar el pilar fundacional, la Europa relativista cava su propia fosa. Argüirá que para defenderse le queda Cicerón, pero háblale bien del derecho romano a un talibán.