Hace veinticinco años el Espíritu Santo puso en marcha una nueva familia espiritual en la Iglesia, los franciscanos de María, misioneros del agradecimiento. Surgió en Madrid y quizá no podía haber nacido en otro sitio, del mismo modo que la Madre Teresa no podía haber fundado en otro lugar que no fuera Calcuta. España era ya entonces un país en decadencia, me refiero a la decadencia verdaderamente importante, la que afecta al alma, la moral. Tres años antes se había aprobado el aborto en España, que llegó el año pasado a segar la vida de ciento veinte mil niños inocentes. Los seminarios estaban ya vacíos y los jóvenes habían pasado de las relaciones prematrimoniales a la convivencia sin matrimonio, ni civil ni eclesiástico. Los divorcios, naturalmente, subían como la espuma y ya entonces era más fácil divorciarse que cambiar de compañía de teléfono. España era, en definitiva, un país secularizado que acompañaba su crecimiento económico con un orgulloso avance hacia atrás en lo que de verdad importa.
Fue entonces cuando me pregunté el por qué. Quizá porque me había llegado la hora de hacerme esa pregunta, después de años de acumular información sobre lo que nos estaba pasando. Ortega y Gasset decía que "lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa", así que yo me planteé abiertamente: "Por qué nos está pasando esto? ¿Qué está sucediendo para que este país no sea ya ni la sombra de lo que fue?". Y, para colmo, no me consolaba en absoluto que el "caso español", por muy paradigmático que fuera, no se tratara ni mucho menos del único o del peor. El mundo que habían conocido mis mayores había cambiado tan rápidamente que resultaba abiertamente irreconocible y cada vez era más inhabitable.
Antes de saber qué había que hacer, me pareció fundamental, pues, saber por qué estaba pasando lo que veían mis ojos y tocaban las manos de mi corazón. La respuesta me la dio San Francisco. El santo de Asís -tan alejado de la demagogia populista como del rigorismo fundamentalista- también se hizo esa pregunta ocho siglos antes. Como era un santo, el Señor le dio la respuesta en una visión de la cual, por cierto, salió llorando. Vio las iglesias del mundo abarrotadas de fieles y a todos ellos los contempló rezando; no era esto, precisamente, un motivo de congoja y, sin embargo, él experimentó el dolor del corazón de Jesús como si fuera propio y salió de la humilde capilla de La Porciúncula con una gran congoja. Preguntado por sus compañeros, les contó lo que había visto y, ante su sorpresa porque no entendían que eso le hiciera sufrir, añadió que había escuchado las oraciones de los católicos y que todos iban a la Iglesia a pedir. "El Amor no es amado", exclamó, sin poder dejar las lágrimas, pues Nuestro Señor le había hecho el don de dejarle gustar un poco la amargura que Él sentía ante el egoísmo de aquellos que, supuestamente, eran sus seguidores.
Fue una gran luz, un relámpago que ilumina la oscuridad de la noche, la respuesta que estaba necesitando. "El Amor -que es Dios, pues sólo Dios es realmente el Amor- no es amado". Ahí estaba la explicación de por qué, con tanta rapidez, habíamos pasado de las iglesias llenas a las iglesias vacías, de los seminarios abarrotados o esos otros que tenían que ser vendidos para hoteles o derribados, de las calles llenas de niños a los cubos de la basura de los abortorios llenos de pedacitos de cadáveres de bebés que no pudieron llegar a nacer. Nunca habíamos sido tan ricos y nunca, absolutamente nunca, habíamos sido tan pobres. Y todo porque nos habíamos alejado del Dios de nuestros mayores o, quizá, porque no nos habían enseñado a amar como debíamos a ese mismo Dios.
Amar y hacer amar al Amor se convirtió para mí, desde entonces, no sólo en el objetivo de mi vida sino casi en una obsesión. No puedo decir, porque sería una gran mentira, que yo amo a Dios. Si puedo afirmar que deseo con toda mi alma amarle y que me duele no amarle más, no amarle como Él merece. Y también puedo decir que ese mismo deseo lo proyecto hacia los demás, es decir que quiero que también ellos le conozcan y le amen, por el bien de él -que tiene derecho a ser amado- y por el bien de los que, alejándose de la senda del egoísmo, van a caminar por la del amor. Y María fue y sigue siendo el modelo para llevar a cabo, en mi vida y en la de los demás, ese propósito. "Amar y hacer amar al Amor como María". Ahí está todo. Ni más ni menos. Como María.
Estos días, veinticinco años después de aquel 15 de octubre de 1988, fiesta de Santa Teresa de Jesús, en que empezó la aventura de los Franciscanos de María, se habla mucho del modelo de Iglesia. Quizá estamos volviendo a hablar más de la Iglesia que de Dios, pero la realidad es que se habla mucho de cómo tiene que ser la Iglesia. El Papa Francisco, gran conocedor de las dificultades del hombre contemporáneo secularizado para acercarse a Dios, la ha descrito como un "hospital de campaña", donde se debe acoger a los heridos de la vida para curarles y luego, cuando llegue el momento, presentarles el mensaje íntegro, es decir el mensaje moral. Primero diles a los hombres que Dios les ama. Luego, cuando ya hayan gustado y experimentado el amor de Dios, les dirás que ellos también tienen que amar al Dios que les ama. Estoy de acuerdo con la pedagogía del método, pero creo que hay que decir cuanto antes, sobre todo a los que están dentro de la Iglesia -San Francisco vio un templo lleno de gente rezando-, pero también a los heridos de la vida, que no se puede ser egoísta en la relación con Dios y que la causa de sus males está precisamente en no haber amado al Dios que les ama. Durante estos veinticinco años he hablado incansablemente del amor de Dios; he empezado siempre por ahí, pero no me he quedado ahí. Quizá porque soy un hijo del posconcilio y he experimentado el daño enorme del "buenismo" y del fracaso de las "rebajas morales" para intentar que la gente volviera a la Iglesia, creo que hay que decir abiertamente, aunque primero se diga una cosa y luego la otra, que Dios es amor y que tiene derecho a ser amado. Nunca he visto que hablar del amor al Dios que nos ama, hablar del amor al Dios crucificado, aleje a nadie. Y si lo aleja, podemos decir que más pronto o más tarde eso iba a suceder.
Nuestro objetivo en cualquier caso, aquello para lo que el Espíritu Santo nos ha hecho nacer, no es sólo para hablar de la Divina Misericordia, sino para añadir que hay que tener "misericordia" con el Dios de la misericordia, que hay que dar amor a quien tanto amor nos da. Que hay que vivir en una continua acción de gracias hacia aquel de quien hemos recibido todo. Hace veinticinco años no estaba de moda y hoy quizá tampoco. Pero más allá de las modas, alguien tendrá que decir, en el nombre de María, "ven a amar Cristo, a ese Cristo que tanto te ama". Por Él, por hacerle justicia a Él, y por ti. Si lo haces no tendré que curarte las heridas o tendrás muchas menos de las que curarte. Porque en realidad las heridas de la vida las produce siempre el pecado y el más grande de ellos, la injusticia mayor, la cometen aquellos que, creyendo en el amor de Dios, no le aman.
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