Higgs, el del bosón, asegura que recurrir a Dios es un atajo fácil para explicar el origen del universo, lo que confiere a la física laicista, es decir, a la casualidad, todo el mérito de esa correcta alineación de los planetas que sitúa a la tierra en zona templada, a modo de islas Canarias del sistema solar. La física, sugiere el premio Nobel, es el camino. Pero ¿dónde desemboca la física?: en ella misma, por supuesto. Y en sus apóstoles. La física desemboca en Higgs, que mira por encima del hombro a quien no comparte que la función de una manzana no es tanto acabar decentemente una comida como iniciar una ley universal. 
La física que entroniza Higg es como la computadora que mantuvo grandes duelos ajedrecísticos con Kasparov en los noventa. No se vio a la máquina en ningún momento moderse las uñas. Quiero decir que la física no explica el motivo por el que el Tata Martino sustituye tanto a Messi ni las ojeras de las madres que aguardan de madrugada el retorno de los hijos que hacen botellón. Ni siquiera explica la alegría que siente Higgs por obtener el máximo galardón de su modalidad, pero obvia todo esto y le molesta que alguien aluda al amor como origen. Lo que viene a ser como si el calígrafo jefe de cuadernillos Rubio pusiera mala cara al hojear el manuscrito de El Quijote.