¿Existe un acto de caridad mayor que dar la vida por alguien a quien encima no se conoce?
Pues eso mismo hizo un joven anónimo que no tenía fama de ser muy devoto, que digamos. La mística austríaca María Simma (1915-2004), alma víctima por las ánimas del Purgatorio, conoció a ese joven hacia 1979; él y su familia eran vecinos suyos en la localidad alpina de Sonntag.
Igual que el fraile franciscano polaco Maximilian Kolbe eligió su propia muerte para salvar a un compatriota suyo en el campo de concentración de Auschwitz, el 14 de agosto de 1941, siendo elevado por Juan Pablo II a los altares, este joven decidió socorrer a una persona que gritaba desesperadamente en el bosque un crudo día de invierno.
Salió a ver qué sucedía; su madre intentó persuadirle en vano de que se quedara en casa porque ya había arriesgado demasiadas veces su vida para ayudar a los demás. Mientras se encontraba afuera, una avalancha de nieve se le vino encima y lo sepultó. Al día siguiente hallaron su cadáver.
Tras enterarse de ello, unos niños dijeron a María Simma:
-No nos gustaría morir así.
A lo que ella les replicó:
-¿Qué pretendéis decir con eso?
-Bueno, usted no conoce todas las cosas que él hizo…
-Tened todo el miedo que queráis, pero morir como él por otra persona siempre es una muerte santa –sentenció la mística.
“Sólo dos días después –contaba la propia María Simma- , este hombre se me apareció y me dijo que necesitaba únicamente tres Misas para ser liberado. Expresé cierta sorpresa y me dijo: “Como morí intentando salvar a otra persona, Dios se ocupó de todo lo demás”. Y luego agregó: “Nunca podría haber experimentado una muerte tan feliz”… Las almas del Purgatorio me han dicho que morir por otro, ya sea en su lugar o en el intento de rescatarlo, es siempre una muerte santa. Esto significa que dicho acto borrará mucho de lo que aún debía purificarse”.
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