¿Y si no es sólo un apagón? ¿Y si no es un simple desaparecer de la conciencia, un diluirse en el negro océano de la negra nada? ¿Y si es en realidad un tránsito, una puerta, el inicio de algo? ¡Joder! Si es esto último, entonces sí que importa cómo llegaremos, ¿no? Estaríamos ante un lugar nuevo, y, como sucede cuando vamos a un lugar nuevo, importará la primera impresión que causemos.
Pero… ¿adónde iremos?
Pensemos primero en los suicidas. Por mucho tiempo me he preguntado qué sucede con ellos. Quizá su situación recuerde a la de quien llega antes de tiempo a casa y encuentra a la gente en medio de los preparativos para su fiesta sorpresa: todos te esperaban en la meta y te sentaste a un lado de la vía, en medio de la carrera. Es darse por vencido, renunciar, perder.
Me pregunto también por aquellos que son atrapados de golpe en medio de los momentos más incómodos, ejecutando alguna de esas acciones que se perpetran a escondidas. Una vez, en medio de un viaje largo en colectivo, noté trabada la puerta del baño. La abrí de un empujón… y una señora mayor a punto de bajarse el pantalón me miró desde adentro con una cara de película. Evidentemente ella no sabía cómo asegurar la puerta. Creo que mi ejemplo sería más gráfico si hubiera abierto veinte segundos más tarde.
Pero también están los héroes, esos que superaron la barrera del hombre promedio. Aquellos que no sólo buscan una razón para vivir, sino que han hallado una razón para morir, algo por lo que dar la vida. En Corazón Valiente (Mel Gibson, 1995) hay una escena en la que William Wallace arenga a sus hombres antes de una batalla decisiva: “Si pelean, posiblemente mueran. Si huyen, seguramente vivirán, al menos por un tiempo. Pero cuando estén muriendo dentro de muchos años, desearán poder cambiar todos los días transcurridos hasta entonces por la oportunidad de volver a este momento como hombres jóvenes y decirles a nuestros enemigos que acaso podrán tomar nuestras vidas, pero nunca nuestra libertad”.
En su novela Las Legiones Malditas, Santiago Posteguillo narra cómo Escipión perdió a sus generales más valiosos, cuando derrotó a Aníbal antes de avanzar sobre Cártago. Se despidió a esos valientes como Roma despedía a los héroes: sus cuerpos fueron consumidos en una pira en medio de las aclamaciones de las “Legiones Malditas”. Posteguillo imaginó su arribo al mundo de los muertos: Caronte, el viejo barquero encargado de transportar a las almas por la laguna Estigia, los hace abordar oyendo el eco de las ovaciones con que fueron honrados. Y queda sobrecogido ante la imponencia de aquellos guerreros, propia de quien ha cumplido con valentía su misión.
Creo que, más que andar buscando una razón para vivir, es de mayor nobleza encontrar algo por lo que valga la pena dar la vida. Lo primero te hace abrazarte a las cosas; lo segundo te permite dejarlas ir. Lo primero te aferra a la vida, al temer perderla; lo segundo te permite entregarla si es necesario. Lo primero te hace esclavo; lo segundo te hace libre.
El sargento polaco Franciszek Gajowniczek sabía lo que sucedería con él y con sus compañeros prisioneros en Auschwitz, cuando se descubrió una fuga en su pabellón. Era 1941, en plena Guerra Mundial. La noche del día siguiente a la huida, el coronel Karl Fritsch anunció que diez serían ajusticiados, en caso de que el evadido no apareciera. Cuando por la mañana Gajowniczek fue seleccionado para la muerte, sólo atinó a decir “Pobre esposa mía, pobres hijos míos”. Un tal Maximiliano Kolbe, interno de cuarenta y siete años, al escucharlo llamó al oficial y le pidió tomar el lugar de Gajowniczek. Junto con los otros nueve, Kolbe fue recluido en una celda subterránea el 31 de julio, condenado a morir de hambre. Catorce días después, aún vivía. Debieron ejecutarlo con una inyección de phenol.
Maximiliano Kolbe, sacerdote franciscano, fue declarado Beato en 1971, y Santo en 1982. A la ceremonia de beatificación asistió Franciszek Gajowniczek, de setenta años. Kolbe tenía una razón para morir.