El gremio de la repostería debería de hacerle un monumento al arzobispo de Malinas-Bruselas, André Léonard, no tanto por la promoción derivada de las tartas que acaban en su cara impulsadas por el feminismo militante, sino por el modo en que las trata. De la última, que le estrellaron en el colegio de Saint-Michel de la capital belga, apuró los restos en un alarde de buen gusto. Lo que apuntala el aserto de Santa Teresa: Dios está en los pucheros.
El feminismo no es machismo depilado, tiene su razón de ser, pero entendido al modo Femen no es más que totalitarismo con falda, fascismo de canesú ejercido contra un cura que se toma la agresión con buen apetito. Es posible que a fuerza de hacerle mascarillas de garrapiñadas consigan que el arzobispo luzca un cutis Nestlé extrafino, pero no que se asuste. Más que nada porque intentar amedrentar con merengue a un hombre que moriría por Dios es como esconderse detrás de la puerta para darle un susto a Stallone.