Hace ya algún tiempo hice algún escrito sobre el cielo. Y hoy vuelvo a insistir en ello, no sé si porque ya lo veo cercano, pues mis años ya son muchos, o por brindarles a mis lectores la ocasión de pensar un poquito más sobre él. Porque Jesús lo conquistó para nosotros, y todos estamos destinados a alcanzarlo. Pero, ¿de verdad tenemos ganas del cielo? ¿sabemos algo de lo que es? Si nuestro destino es el cielo, es lógico que queramos saber en qué va a consistir toda una eternidad gozando sin aburrirnos.
Recordemos que el cielo es la visión de Dios, no es un lugar, un espacio, aunque en nuestro pobre lenguaje tengamos que usar esos términos para referirnos al cielo. Dios no ocupa lugar; el cielo tampoco. Y si Dios es un presente eterno, también el cielo lo será; no existirá el tiempo, un antes y un después, como nosotros lo vivimos en la tierra.
Podríamos decir que el cielo consiste en vernos sumergidos, invadidos, metidos en el océano infinito del amor de Dios. Quizá, como de costumbre, nos vemos en el cielo como protagonistas: qué haré, cómo viviré, con quiénes estaré, cómo me relacionaré etc, etc, etc…
Creo que nuestro punto de partida no debe ser ése, sino que debemos ver a Dios como protagonista; debemos partir de Dios y acabar en Dios. Si nos miramos a nosotros no avanzaremos en la comprensión del cielo; será siempre una concepción limitada porque lo concebiremos a nuestra manera, sin salir de nuestras limitaciones. Llegaríamos a un cielo muy pequeñito.
¡Contemplar a un Dios infinito en su belleza, en su bondad, en su perfección...! ¡Oh, qué maravilla! Pensad cómo nos sentimos ante la belleza de un paisaje, la perfección de una obra artística, la bondad y caridad de alguna persona extraordinaria. Y todo eso, que aquí nos puede causar asombro, admiración, no es nada comparado con la contemplación de Dios.
Con frecuencia, en mi oración matutina me sorprendo pensando ¡cuánto me ha amado el Señor y de qué manera me ha amado! Por ahí creo que debe ir nuestra concepción del cielo. Debo ser consciente de que Dios me ama, más que ser consciente de que amo a Dios. El amor de Dios ha de estar muy presente al principio y al final, tanto en este mundo como lo estará en el cielo.
La verdad más grande y más cierta que debemos creer, es que Dios nos ama a cada uno. No hay ser humano al que Dios no ame. Imposible para Dios no amarnos. Y porque me ama, se me ha dado. Dios es mío en su infinitud, en su bondad, en su hermosura; y no hay nada fuera de Dios que no esté sublimado en Dios y que no esté en plenitud en Él. ¿Qué más podremos desear? En Él está todo y Él es mío porque se me ha dado. Todo aquello que puede ser objeto de mi felicidad está en Dios. Fuera de Él no la encontraré colmada.
Quienes tengan la experiencia de haberse enamorado y ser correspondidos, podrán hacerse una vaga idea de la inmensa felicidad que es ser amados de Dios, con amor eterno e infinito. Mientras escribo, digo: sí, el cielo será eso pero más, muchísimo más, infinitamente muchísimo más. Si según S. Pablo no podemos ni siquiera imaginar lo que Dios nos tiene reservado, imposible que podamos decirlo con palabras.
Cuando hablamos del cielo suele aparecer la pregunta de si nos reuniremos con las personas queridas, algo así como hacemos con frecuencia en nuestra vida. Pensamos que nos podremos reunir como aquí, los amigos y los familiares y nos podremos encontrar en medio de la multitud inmensa de quienes estaremos en el cielo; que estaríamos juntitos con quienes aquí hemos estado. Pensamos en el cielo imaginándolo como si estuviésemos en la tierra, reuniéndonos con los familiares y amigos sin separarnos, algo así como si estuviésemos en un gran hotel con mesas separadas por familias.
Esto equivaldría a pensar en un cielo a nuestra medida, pero el cielo hay que concebirlo a la medida de Dios. Nosotros quisiéramos trasladar al cielo nuestra concepción de amistad en la tierra; pero somos incapaces de imaginar cómo será en el cielo la vivencia de nuestra amistad con Dios y de nuestra amistad con los seres conocidos y desconocidos. Amaré a mis amigos y familiares como los ama Dios y me sentiré amado por ellos como me siento amado por Dios. En el cielo los lazos familiares y de amistad se universalizan, de manera que nos amaremos todos como nos ama Dios; lo mismo amaremos a la Virgen que a cualquiera de los salvados porque los amaremos con el amor de Dios sea cual sea el lugar o el tiempo en que vivieron. Podemos decir de alguna manera que el amor de Dios estará en mí, y con este amor amaré a todos y seré amado por todos. Dios estará todo en todos y al amarnos entre todos estaremos amando a Dios y sintiendo el amor de Dios en el amor de todos. No nos cansaremos de sentirnos amados y de amar.
José Gea