En la Sierra de Segura, en el camino verde que enlaza por el suroeste Andalucía con Castilla destaca entre los pinares la blancura de una tumba acabada en cruz. No tiene epitafio, pero sí un nombre, Miguel, y una fecha, 1936. Está junto a una cuneta, pero es fácil suponer que no lo atropelló un automóvil, sino una milicia. Se llama Miguel y no sé si era un paria de la tierra o el dueño del latifundio. No sé si lo mataron por pedir pan o por ser el dueño de la tahona. Sólo sé que se llama Miguel y que murió en el 36. Y su nombre es lo único que me importa cuando le rezo.
Iñaki Gabilondo es de otro parecer. El periodista reprocha a PP y CIU que hayan participado en la beatificación de los mártires de la Iglesia mientras impiden que familias de republicanos encuentren las fosas en que yacen sus muertos. No seré yo quién aplauda el bloqueo a la búsqueda porque entiendo que confiere a los deudos de los fusilados el dramático papel de padres de Marta del Castillo, pero no está de más recordarle al ilustre locutor que el cielo no entiende de bandos. Dios no niega el acceso al reino a los que tararean el Padrenuestro al son del himno de Riego.