… es decisivo volver a recorrer la historia de la fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado… (Benedicto XVI)

¡Vaya fin de semana! No recuerdo uno en el que hayan coincidido tantos acontecimientos y todos ellos importantes.

Primero, la fiesta de la Virgen del Pilar. Es cierto que sólo es fiesta religiosa en Aragón, pero el significado es importante. Por una parte, porque recordamos las raíces cristianas de España. Nuestra fe tiene orígenes apostólicos. Por otra, porque es el día de la Hispanidad, o mejor, el día en que comenzó la Evangelización de América. Aquella fe que recibimos del apóstol Santiago llegó al nuevo continente.

En segundo lugar, la beatificación de 500 mártires de la persecución religiosa en España. Personas, de toda clase y condición, que entregaron su vida como testimonio del Evangelio. No ocultaron su fe y perdonaron a sus asesinos.

Y por último, y no por eso menos importante, quizás más, la consagración del mundo que el Papa Francisco va a hacer a la Virgen María durante la Jornada María, que este fin de semana se celebra en Roma.

¿Qué consecuencias saco de todo esto? Principalmente una, que el Año de la fe que estamos viviendo, tendría que ser un antes y un después para los creyentes. No podemos conformarnos con que sea un año más, como cualquier otro, del sólo recordemos algunos hechos, más o menos bonitos o piadosos.

Renovar y revitalizar la fe. Esa fe que recibimos de los apóstoles y llevamos a América. La fe por la que dieron la vida hermanos nuestros y derramaron su sangre que fue semilla de cristianos. Y esa fe que se convierte en testimonio en medio del mundo para llevarlo, de la mano de la Virgen, a Dios.

Todo lo que este fin de semana vamos a vivir, ¿no es una ocasión estupenda para que, cada uno de nosotros, nos convirtamos en testigos de Aquel que ha trasformado nuestra vida?

El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos[1]



[1] Benedicto XVI, Porta fidei 7