Queridos amigos:
Espero que estas palabras os encuentren con paz en el corazón. Esa paz es lo más importante, porque demasiadas veces en la vida nos falta, y es muy difícil que vivamos bien sin esa paz. Os escribo esta carta abierta, para que también la puedan leer muchos otros, y así les ayude a comprender, y a amar.
No habéis elegido vuestra orientación. Hay mucha gente aún que no entiende esto. Cuando uno de vosotros le cuenta a sus padres lo que siente, a veces éstos se disgustan, se enfadan, se culpan y se preguntan: ¿Qué hemos hecho “mal”? Sé lo desagradable que es para vosotros escuchar esto. Por eso, muchos preferís no decir nada. Mucha gente no entiende que no elegís lo que sentís, lo que os gusta u os atrae. Es por eso que tantas veces os habéis sentido heridos, en silencio, por las palabras o las ideas de los creyentes. Y también de los sacerdotes, que en muchas ocasiones no han sido coherentes con la propia enseñanza del Magisterio de diferenciar entre personas y actos, pareciendo que rechazaban tanto a las primeras como a los segundos.
Sé lo difícil que ha sido para vosotros descubrir esa atracción, tener una lucha interior a causa de ella, sé lo que es el sufrimiento que habéis padecido en muchas circunstancias, sé lo duro que ha sido acabar admitiendo lo que sentís. Y sé que muchos, después de eso, habéis salido del armario, y otros habéis preferido guardar en silencio vuestra orientación. Quizá por miedo, vergüenza, o simplemente porque habéis abrazado la idea de vivir en castidad.
¿Que cómo lo sé? Porque he acompañado y acompaño espiritualmente a muchas personas como vosotros. Y muchos me han contado los procesos, las dificultades, y los problemas con los que habéis tenido que lidiar. He tenido que explicar a muchas personas que la orientación sexual no se elige, y que es precisamente por eso por lo que la Iglesia dice que, igual que todo el mundo, debéis ser acogidos con compasión y delicadeza y que hay que evitar sobre vosotros cualquier tipo de juicio y discriminación injusta.
Por eso en ningún momento la Iglesia dice que la tendencia homosexual (o cualquier otra) sea pecado. Algo que no se elige no es pecado. Es como es. Y aceptarlo es parte del proceso de llegar a ser vosotros mismos. Esto que estoy diciendo escandalizará a mucha gente, porque no os entiende. Quizá hay gente que piensa que sois unos viciosos, o unos pecadores, o que en el fondo estáis depravados o sois malos. Yo sé que eso es mentira. Me consta fehacientemente, por muchos testimonios, lo complicado que os ha resultado reconocer y aceptar esa atracción. Sé que muchos habéis intentado estar con personas del otro sexo, ignorar el problema, rezar para que “se os quite” esa atracción. Y que finalmente habéis tenido que ceder a la evidencia: eso es lo que sentís.
No voy a entrar aquí en las causas de vuestra orientación. Es suficiente con saber que no la habéis elegido. Desde aquí muchos habréis tenido diferentes caminos. Siendo creyentes, algunos intentaréis vivir la castidad, con mayor o menos acierto. Otros habréis vivido una vida sexualmente activa, para pasar quizá después a un período de castidad. Otros seguiréis con una vida sexual activa, intentando compaginarla con vuestra fe, seguramente a duras penas. Otros quizá estéis esperando que “la Iglesia cambie” para que deje de considerar desordenada vuestra atracción y vuestras relaciones.
Pero en todos los casos, vuestra fe supone un conflicto con lo que sentís. Lo sé. Las preguntas se agolpan en vuestro corazón. ¿Por qué tengo que vivir la castidad? ¿Por qué no me puedo casar? ¿Debería quizá ser sacerdote? ¿Dios me ha hecho así? Si no es así, ¿por qué tengo que lidiar con esto? ¿Acaso no puedo elegir? ¿Realmente quiero elegir? ¿Por qué no probar? ¿Qué tiene de malo tener pareja? Tantas, tantas preguntas que se agolpan en el corazón y la mente, que os inquietan, tantas experiencias de vida, tantas caídas y recaídas… Y tantas voces en la Iglesia que os dicen tantas cosas distintas…
Grupos en los que os dicen que os dejéis llevar por vuestra atracción y tengáis relaciones, grupos en los que incluso conocéis sacerdotes que lo hacen, grupos que os invitan a tener una pareja estable, grupos que os invitan a la castidad, grupos que os invitan a hacer presión para que la Iglesia cambie… Todos ellos con mejor o peor intención. Pero grupos que no dan respuesta en el fondo al anhelo del corazón.
Porque vuestro corazón está hecho para Cristo. Vuestra sed de amor es sed del amor de Cristo. Vuestro anhelo es anhelo de Cristo. Y fuera de Cristo nada os saciará. Los placeres mundanos se pasan. Y la inmensa mayoría de las relaciones homosexuales sabéis perfectamente que también pasan, que no suelen durar, que muy muy raramente duran de por vida. Pero el amor de Cristo no pasa nunca. Y ese amor lo tenéis al alcance de vuestra mano en la Eucaristía, en la Penitencia, en la oración, en la comunidad cristiana, en el ejercicio de la Caridad. No tenéis que buscarlo en brazos de otros hombres o mujeres, ni en la aceptación de un colectivo, ni en el cambio de la doctrina de la Iglesia.
Todo eso es proyectar hacia fuera una necesidad interior. La necesidad de ser amado y aceptado incondicionalmente. Y he aquí la cuestión. No encontraréis en ninguna relación humana ese amor. Ninguna relación humana llegará a saciaros. Eso es lo que significa que estáis llamados a vivir la castidad. No es represión, no es que os digamos que no améis, no es un premio de consolación. En vosotros se palpa de un modo descarnadamente humano que el corazón del hombre ha sido creado para Dios, y sólo en Dios puede descansar.
¿Cuántos hombres y mujeres heterosexuales hoy en día van de cama en cama, de relación en relación? ¿Cuántos de ellos piensan que el éxito en la vida pasa por tener éxito en el sexo? Vosotros sabéis lo equivocados que están. Por eso tampoco se sienten llenos. Nada les basta. Siempre tienen sed. Incluso aquellos que tienen una “pareja estable”. Les falta lo más grande, lo más importante: Cristo. Cuando uno tiene este amor, no “necesita” el sexo. Las prioridades en la vida se desplazan.
Nuestro mundo exalta tanto el sexo que no cree que se pueda vivir sin él. Lo trata como un asunto animal, denigrándolo a unos niveles inimaginables. A los sacerdotes nos acusa, sin saber, de no vivir en realidad el celibato, de tener “apaños”, de ser pederastas. También a vosotros os han hecho creer esto: que no podéis vivir sin sexo. Pero no es cierto. Muchos, muchos jóvenes, heterosexuales y homosexuales, me han dicho en varias ocasiones: el sexo está sobrevalorado. Y en el fondo, sabéis que esto es verdad. No da lo que promete. Pero Cristo sí.
Por eso se puede ser casto, es decir, se puede vivir sólo del amor de Dios. Él nos da su gracia, de sobra, para poder vivir así. A veces con caídas, con torpezas, con momentos de duda. Sí. Esa es la condición humana. Como el casado que se ve tentado a liarse con la secretaria, o que se plantea si hizo bien al casarse con esa mujer y no con otra, o que cae en la pornografía y en la masturbación, siendo así infiel a su esposa. ¿No es la vida, en el fondo, igual para todos? ¿No pide la Iglesia lo mismo a todos? Ser castos, cada uno en su estado. A los novios, guardarse para el matrimonio. A los casados, no buscarse con lujuria, sino con amor y entrega. A los célibes, renunciar al uso de la genitalidad. A los homosexuales, no dejarse arrastrar por vuestra orientación.
Sé lo difícil que es un celibato no elegido libremente, sino “impuesto” por vuestra orientación. Pero precisamente cuando entendemos que el sexo no lo es todo y que quien llena el corazón es Cristo, relativizamos incluso ese celibato “impuesto”. Eso es lo que le pasó a san José. ¿Os habéis dado cuenta? Él se casó con María dispuesto, como cualquier hombre, a tener un matrimonio “normal”. Y sin embargo, una vez desposado, cuando ya no hay vuelta atrás, le piden que sea célibe el resto de su vida. Él no se quejó, porque sabía que el plan de Dios es mejor que el nuestros, que el Señor le podía hacer feliz, que cuidar del Hijo de Dios y de su Madre era mucho más importante que tener relaciones, que el Señor le daría la gracia para vivir aquello que le pedía.
Por eso, de un modo muy especial y particular, san José es vuestro modelo. El modelo de una llamada al celibato no elegido pero aceptado libremente como expresión de que la persona no se realiza sólo – ni mucho menos – en el ámbito de la sexualidad, sino en la entrega confiada al plan de Dios y a su profundo amor, que sí colma el corazón. ¡Cuántos solterones tristes vemos en nuestro mundo a los que se le ha pasado el arroz! A veces son divorciados, o directamente personas que no han llegado a casarse. Han tenido sexo y relaciones, pero ¿les veis felices? No. Les falta lo más importante. Y por eso no importa el número de parejas que tengan. Mientras no conozcan el amor de Cristo, nada les saciará. Y, una vez que lo conozcan, se darán cuenta de que no necesitan relaciones y sexo para ser felices. Sólo entregarse al Amor de los Amores.
Vosotros ya podéis hacerlo. No necesitáis pasar por los desengaños y las vanas promesas que no se cumplen. Permitidme que os diga – y perdonad si os molesta –: dichosos vosotros. Si os fiais de Dios, si sois capaces de ser dueños de vuestros instintos, si os animáis a vivir la castidad con alegría, no sufriréis la “tribulación de la carne” (1 Cor 7, 8). Podréis adelantar a este mundo el modo de vida propio del cielo, donde los hombres ya no se casarán porque serán como ángeles (Mt 22, 30). Y no estaréis solos. Dios nunca os dejará solos. La Iglesia, los sacerdotes, nunca os dejaremos solos.
Así que, ¡ánimo, ánimo! Responded a vuestra vocación a la castidad sin miedo y con alegría, como un reto gozoso que, a pesar de las caídas, os dará la paz. Esa paz que es tan importante, imprescindible. Esa paz que, quizá, aún no habéis hallado porque aún no os habéis arrojado en brazos del más bello de los hombres, el único que sacia nuestro corazón, el único que os puede colmar más allá de lo que soñáis o imagináis: Jesucristo.