Es la noche de un día cualquiera. Un coche avanza por el aún denso tráfico hasta detenerse en las puertas de urgencias de un hospital. Un hombre y una mujer bajan; ella camina pesarosamente. Entre el barullo de gente que va y viene por la sala de espera, llegan hasta el puesto de admisión, donde la persona que les atiende toma su tarjeta sanitaria, realiza una breve pregunta, e indica que esperen al celador. Fuera suenan las sirenas de una ambulancia. Miran a su alrededor: hay caras de desesperación en algunos, un anciano descamisado y desorientado aguarda en un rincón sentado en una silla de ruedas. Unos guardias civiles escoltan a un enfermo. Decenas de historias se entrecruzan en aquel edificio, donde un inadvertido milagro está a punto de acontecer.
El celador aparece, y lleva a la pareja consigo. Cruzan un pasillo, no sin esfuerzo por parte de ella, suben por el ascensor, y llegan a la sala donde le realizan un primer reconocimiento: no hay duda, debe quedarse. Su esposo baja de nuevo para tramitar el ingreso, y vuelve rápidamente. El dolor de su esposa aumenta por momentos. Intenta darle palabras de aliento, la abanica para aliviar el intenso sudor que el dolor y el sopor de la habitación le producen. Las enfermeras la tratan con suma delicadeza y cariño. Le ofrecen anestesia para aliviar el dolor, pero ella se niega; sabe que todo acabará antes afrontándolo. Pasan así a la sala donde todo ha de resolverse. El dolor es cada vez más intenso e insufrible; apenas da un respiro. Su esposo la mira, admirado por su resistencia, a la par que ansioso por que el trance pase pronto. Las enfermeras ponen todos los medios para ayudarla a sobrellevarlo, la animan y aconsejan. El desenlace llegará de un momento a otro. Y así es. Tumbada en la camilla, aprieta los dientes y realiza un esfuerzo final, que acabará con todo el dolor. Su cara cambia en un instante; la expresión de sufrimiento torna en relajación, en paz. Entre sangre y líquidos, de sus propias entrañas, ha salido una criatura. Una nueva vida ha llegado a este mundo entre sollozos, e inmediatamente es depositada sobre su pecho, donde busca innatamente el alimento de su madre.
Dos maravillosas matronas y el padre de la pequeña, que no puede controlar las lágrimas, son los únicos testigos de este gran acontecimiento. Cada dolorosísima contracción, cada empujón durante el expulsivo en el que la madre sentía su cuerpo desgarrarse, han abierto a este bebé las puertas de la vida. Todas las horas de sufrimiento han cobrado ahora su sentido. El mismo Dios, que permitió que Jesucristo padeciera latigazos, golpes, y toda clase de tormentos hasta ser clavado en una cruz, abriéndonos así las puertas del cielo y la vida eterna, ha querido hacer al ser humano copartícipe de la creación, y a la mujer protagonista de este acontecimiento único en el que, desde el primer instante, ya está dando la vida por su hijo.
Fuera la vida sigue. Cada uno con sus historias, con sus sufrimientos, con sus vidas y sus cruces. Mas para estos padres ya nada será igual; Dios les ha bendecido con una nueva hija, a la que ya aman con todo su corazón. Se saben indignos e incapaces ante tal regalo, pero confían en la ayuda del Señor para cuidarla como merece.
Una nueva estrella brilla en el cielo que Abraham contemplaba: ha nacido una nueva hija de Dios.
Espero que no llegue el día en que dejemos de ver en cada nacimiento el milagro de la acción poderosa y misteriosa de Dios.
Ojalá en esta sociedad nuestra lo más importante no sea la prima de riesgo, la evolución de la bolsa, el valor del Euribor, la deuda exterior, los ajustes económicos, el Gobierno de turno. Ojalá cada nueva vida sea el más preciado tesoro. Ojalá en alentarlas y defenderlas nos vaya la vida. Ojalá también lo sea así en la Iglesia, donde el discurso oficial al respecto y los hechos no siempre coinciden. Ojalá.