En las pateras en vez de la ley del mar rige la del más fuerte, que es el propio mar, lo que explica que las mujeres y los niños sean lo primero que se zampa un oleaje que engulle a los hombres a los postres. El Mediterráneo es paritario: el mar ejerce violencia machista y la mar no tiene compasión de los varones. Lo acredita el naufragio del cayuco africano que se dirigía a Lampedusa, frente a cuyas costas se han ahogado lo que no se defienden bien en doscientos mariposa, que son casi todos habida cuenta de que la natación es un deporte de blancos.

Francisco ha calificado la tragedia de vergüenza y a algún preboste con luces se le han encendido las mejillas. Pero en política la vergüenza es un síntoma pasajero y mañana mismo retornará el olvido, que es el desván de la memoria. Máxime si se tiene en cuenta que esta gente viajaba en tercera en una embarcación de marca blanca. A diferencia del Costa Concordia o del Prestige, los cayucos no tienen juglares que entonen nunca mais mientras una marea de voluntarios vestidos de blanco toma su primera comunión solidaria en las orillas de Occidente.

De hecho, los pasajeros de la patera de Lampedusa ni siquiera recibieron ayuda espontánea de tres veleros que hicieron caso omiso al SOS en vivo emitido desde la barca en llamas. Tal vez el patrón del cayuco debería haberse dirigido a ellos en morse, el idioma oficial del mar, pero cuando las olas se vuelven pulpos no hay tiempo para plantearse la opción de la electrónica. Los patrones de los bergantines arguyen que la ley italiana prohíbe el auxilio a las pateras, lo que viene a ser como si un católico se negara en Cuaresma a auxiliar a quien se atraganta con un trozo de carne.