El tema de la donación de órganos, como tantos otros que afectan a la vida moderna, ha sido objeto de la detenida atención de la Iglesia que no ha dejado de pronunciarse sobre ella, cosa que hizo a través del órgano vaticano competente, a saber, el Pontificio Consejo de Pastoral de la Salud. Dicho consejo, creado por Juan Pablo II en 1985, publica en mayo de 1995 un documento que titulado “Carta de los agentes sanitarios”, pretende recoger el tratamiento ético integral de todas las cuestiones que el avance médico de los últimos años ha podido suscitar.
El documento en cuestión está articulado en torno a tres cuestiones fundamentales: “engendrar”, objeto del Capítulo I; “vivir”, objeto del Capítulo II, a su vez dividido en II (a), y II (b); y “morir”, objeto del Capítulo III.
Pues bien, entre las cuestiones que se tratan en el Capítulo II (b), se halla el epígrafe “Donación y trasplante de órganos”, compuesto de los números 83 a 91 de la Carta, en los que el Pontificio Consejo señala los siguientes aspectos que invito a Vds. a conocer no sólo por lo que representan la opinión de un organismo competente e informado, sino por los interesantes conceptos que maneja:
“83. El progreso y la difusión en la medicina y la cirugía de los trasplantes favorecen en la actualidad el tratamiento y la curación de muchas enfermedades que hasta hace poco tiempo solo podían esperar la muerte o, en el mejor de los casos, una existencia dolorosa y limitada. La donación y el trasplante de órganos solo en cuanto asumen un “servicio a la vida” tienen valor moral y legitiman la práctica médica; pero respetando ciertas condiciones, relativas esencialmente al donador y a los órganos donados e implantados. Todo trasplante de órgano o de tejido humano conlleva una resección que aminora en algún modo la integridad corpórea del donador.
84. Los trasplantes autoplásticos, en los cuales la resección y el reimplante se le hacen a la misma persona, son aprobados sobre la base del principio de totalidad, en virtud del cual es posible disponer de una parte por el bien integral del organismo.
85. Los trasplantes homoplásticos, en los cuales la extracción del tejido ha sido operada de un individuo de la misma especie del receptor, son legitimados por el principio de solidaridad que une a los seres humanos y de la caridad que dispone a donarse en beneficio de los hermanos sufrientes. “Con el advenimiento del trasplante de órganos, iniciado con las transfusiones de sangre, el hombre ha encontrado el modo de ofrecer parte de sí, de su sangre y de su cuerpo, para que otros continúen viviendo. Gracias a la ciencia, a la formación profesional y a la entrega incondicional de médicos y agentes de la salud... se presentan nuevos y maravillosos retos. Tenemos el desafío de amar a nuestro prójimo de nuevas formas; en términos evangélicos, de amar ‘hasta el final’ (Jn 13, 1), aunque dentro de ciertos límites que no pueden ser superados; límites impuestos por la misma naturaleza humana”.
Los órganos extraídos en los trasplantes homoplásticos pueden provenir de donador vivo o de cadáver.
86. En el primer caso la extracción es lícita con la condición de que se trate de resección de órganos que no impliquen una grave e irreparable disminución para el donador. “Una persona puede donar solamente aquello de lo cual puede privarse sin peligro serio para la propia vida o la identidad personal, y por una justa y proporcionada razón”.
87. En el segundo caso no estamos en presencia de un viviente sino de un cadáver. Se ha de respetar siempre como cadáver humano, pero ya no posee la dignidad de sujeto ni el valor de fin de una persona viviente. “El cadáver no es ya, en el sentido propio de la palabra, un sujeto de derecho, porque está privado de la personalidad que sólo puede ser sujeto de derecho”. Por tanto “destinarlo a fines útiles, moralmente indiscutibles y elevados” es una decisión “no reprobable, sino más bien de justificación positiva”.
Es necesario tener la absoluta certeza de estar en presencia de un cadáver, para evitar que se extraigan órganos que provoquen o aunque solo sea que anticipen la muerte. La extracción de órganos de cadáver es autorizada si está seguida de un diagnóstico de muerte certificada del donador. De ahí el deber de “tomar medidas para que un cadáver no sea tenido y tratado como tal antes de que la muerte no haya sido debidamente constatada”.
Para que una persona sea considerada cadáver es suficiente la comprobación de la muerte cerebral del donador, que consiste en la “suspensión irreversible de todas las funciones cerebrales”. Cuando la muerte cerebral total es constatada con certeza, es decir, después de una cuidadosa y exhaustiva verificación, es lícito proceder a la extracción de los órganos, como también prolongar artificialmente las funciones orgánicas para conservar vitales los órganos en vista de un trasplante.
88. No todos los órganos son éticamente donables. Para el trasplante se excluyen el encéfalo y las gonadas, que dan la respectiva identidad personal y procreativa de la persona. Se trata de órganos en los cuales específicamente toma cuerpo la unicidad inconfundible de la persona, que la medicina está obligada a proteger.
89. Existen también trasplantes heterólogos, o sea con órganos de individuos de especie diversa del receptor. “No se puede decir que todo trasplante de tejidos (biológicamente posible) entre dos individuos de especie diversa sea moralmente condenable, pero igualmente es menos verdadero que todo trasplante heterogéneo biológicamente posible no sea prohibido o no suscite objeciones. Se debe distinguir según los casos y ver cuál tejido y cuál órgano se trata de transplantar. El trasplante de glándulas sexuales animales al hombre es rechazable por inmoral; en cambio el trasplante de córnea de un organismo no humano a un organismo humano no causaría ninguna dificultad si fuese biológicamente posible e indicado”.
Entre los trasplantes heterólogos se incluyen también los injertos de órganos artificiales, cuya licitud está condicionada por el beneficio efectivo para la persona y por el respeto a su dignidad.
90. La intervención médica en los trasplantes “es inseparable de un acto humano de donación”. En vida o en muerte, la persona en la cual se efectúa la resección debe reconocerse como un donador, es decir, como el que consiente libremente que le extraigan un órgano.
El trasplante presupone una decisión anterior, libre y con conocimiento de parte del donador o de alguno que legítimamente lo representa, generalmente los familiares más cercanos. “Es la decisión de ofrecer, sin recompensa alguna, una parte del cuerpo de alguien para la salud y el bienestar de otra persona. En este sentido, el acto médico del trasplante hace posible la ofrenda oblativa del donador, como don sincero de sí que expresa nuestra esencial llamada al amor y a la comunión”.
La posibilidad, concedida por el progreso bio-médico, de “proyectar más allá de la muerte su vocación al amor” ha de inducir a las personas a “ofrecer en vida una parte del propio cuerpo, oferta que se hará efectiva solo después de la muerte”. Es éste “un acto de grande amor, aquel amor que da la vida por los otros”.
91. Inscribiéndose en esta “economía” oblativa del amor, el mismo acto médico del trasplante, y aún también la simple transfusión sanguínea, “no es una intervención como cualquier otra”. Este “no puede ser separado del acto de oblación del donador, del amor que da la vida”.
En este caso el agente de la salud “es mediador de un suceso particularmente significativo, el don de sí realizado por una persona -hasta después de la muerte- con el fin de que otro pueda vivir”.
©L.A.
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