Sin duda alguna, los laicos son la fuerza viva de la Iglesia; sin embargo, una porción importante se encuentra desubicada, pues todavía hay muchos seglares que se sienten más seguros en la sacristía que en el mundo. Un sinnúmero de parroquias –con o sin el consentimiento del párroco- han sido “secuestradas” por aquellos que continúan pensando que la santidad se encuentra solamente dentro de los muros conventuales, cuando –en realidad- es una opción abierta a todos. No se puede vivir entre la vida religiosa o seglar. Es necesario optar, decidirse, pues –de otra manera- existe el riesgo de perder el rumbo, la identidad. ¡Muchos católicos se encuentran en esta situación tan delicada! Quieren pasar por religiosos sin serlo. Por ejemplo, ¿para qué obligar a las ministras extraordinarias de la Eucaristía a vestirse con los colores blanco y azul que son propios de algunos hábitos religiosos? Ciertamente, la ropa tiene que estar a la altura de las circunstancias, pero esto no significa que deban disfrazarse, aparentando una vocación distinta a la suya. Tan ridículo es ver a una monja inscribiéndose para ver si logra ganar la candidatura, como a un laico buscando que le pongan una silla en el altar.
Se trata de un desbalance que choca contra la eclesiología propuesta por San Pablo. Para el apóstol de los Gentiles, la Iglesia es un cuerpo[2] formado por diferentes órganos que tienen una función concreta, siendo Cristo la cabeza. Trasladándolo al tema que nos ocupa, es posible apreciar una clara alusión a la particularidad de cada vocación. Dicho de otra manera, diferentes caminos con una meta en común. Así como el corazón no piensa, pues es una tarea que le corresponde al cerebro, tampoco un laico puede ocuparse de lo que le toca exclusivamente al párroco. Si todos los católicos hiciéramos lo mismo, la misión estaría incompleta, pues habría demasiados huecos. Por lo tanto, es urgente que cada uno se ubique en la tarea que le ha sido entregada.
Ahora bien, ¿cuáles son las causas de la crisis de identidad del laicado? Por una parte, están los sacerdotes, religiosos y religiosas que quieren llevar a cabo una prolongación de su estilo de vida y –por otro lado- los laicos que –en palabras del entonces arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio[3]- piden ser “clericalizados” a toda costa, evadiendo las responsabilidades que les corresponden en su familia o en el trabajo. Otro factor que influye mucho es la idea generalizada en el sentido de que la política es objetivamente inmoral. Un número significativo de laicos se “lavan las manos” al más puro estilo de Poncio Pilato, argumentando que eso mejor se lo dejan a otros. En realidad, olvidan una frase muy relevante del Papa Pablo VI: “la política es la expresión más alta de caridad”. De ahí que sea necesario ponerle un freno a la autoexclusión de los seglares, a través de una formación bien elaborada y, por ende, progresiva, “ad hoc” a los tiempos que corren, sin minimizar el contenido de la fe.
Un laico de verdad –lejos de jugar al monaguillo de cuarenta y cinco años- es el que participa en la construcción de la sociedad. Hace de la realidad cotidiana, un espacio de encuentro con la voz de Dios, además de involucrarse activamente en la vida de la Iglesia a través de la oración, los sacramentos y, por supuesto, las buenas obras. Se necesitan hombres y mujeres dispuestos a trabajar por la causa del Evangelio en el aquí y el ahora. ¡Ya es momento de comprender lo expuesto por el Concilio Vaticano II! Lo anterior, a partir de la hermenéutica de la continuidad. En la medida en que crezca el compromiso de los laicos, habrá una mayor capacidad para responder a los desafíos que el mundo de hoy plantea a la Iglesia.
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