Imagine que en un partido de solteros contra casados tiene la suerte de que Cristiano no sólo juegue en su equipo, sino de que, tras quebrar la cintura a tres defensas con alianza, le dé una asistencia de lujo. Lo de menos es que luego usted en lugar de golpear el balón con sutileza desnuque a un aficionado del tercer anfiteatro. Lo importante es que el delantero luso le ha tenido en cuenta. Sería pues triste que en vez de destacar que formó barrera con Ronaldo contará después a sus nietos que aquel día falló un gol cantado.
Imagine ahora que el Papa le recibe en audiencia privada. O, mejor aún, que Francisco queda con usted en un discreto café de Roma para, entre capuchino y capuchino, perdonarle los pecados, que es la expresión máxima del amor de Dios, y, sin embargo, usted sale de allí frustrado porque el Pontífice no le ha informado de paso sobre los cambios que pretende introducir en el funcionamiento de El Vaticano.
Hay quien entiende que en la pregunta de Jesús a los apóstoles ¿quién dice la gente que soy yo? subyace la expresión usted nos sabe con quién está hablando, cuando es justo lo contrario. En este marco de humildad encajan las respuestas del Papa en la entrevista que ha suscitado tanta polémica. Respuestas que, en la forma y en el fondo, revelan que si la relación del hombre con Dios no es uniforme es porque el perdón no se fabrica en serie.